El
ser humano ha sido definido por los antropólogos, filósofos, pensadores,
sabios, teólogos y eruditos, de mil formas. Para unos es un «homo sapiens»,
subrayando su inteligencia natural y desarrollada por encima de otros
homínidos. Otros lo califican como «homo faber», insistiendo en sus
posibilidades de transformación de las cosas que tiene ante los ojos. Para
otros es un «homo ludens», recalcando que la fiesta y la alegría son
inseparables de la vida que quiere vivir. Desde el punto de vista de la fe está
el «homo credens», insistiendo en su capacidad de abrirse al misterio de lo
divino, e incluso de entregarse a él. Para otros, el ser humano es un «homo
viator», resaltando su condición de peregrino.
Los
poetas son los que más insisten en esta última condición del ser humano. En las
«Coplas a la muerte de su Padre», de Jorge Manrique, el poeta noble ve cómo
pasan inexorablemente las personas y los años: «nuestras vidas son los ríos que
van a dar en el mar…». Antonio Machado escribía sobre el «camino» que se hace
al andar; entendía la vida como un «viaje» y la muerte como una «nave que
parte». León Felipe propone «ser en la vida romero, romero sólo que cruza
siempre por caminos nuevos».
En el océano
de las canciones y poemas religiosos, se insiste también en esta condición de
que somos «caminantes». Sólo por recoger alguna de las mil letras que hay:
«camina Pueblo de Dios»; o «errante voy, soy peregrino…»; o «hacia ti, morada
santa,…, peregrinos, caminantes, vamos hacia ti…», o también, «mientras
recorres la vida, tú nunca solo estás, contigo por el camino, santa María va».
Al mismo Jesús le dedicaron hace ya tres décadas una canción con el título de
«El peregrino»; la letra decía: ‘un día por las montañas, apareció un
peregrino; iba diciendo a las gentes, «amigo soy, soy amigo»’…
Esta
condición de «peregrinar» como forma humana, espiritual, de búsqueda, la
conocemos desde antiguo. Las peregrinaciones de los cristianos a Tierra Santa
son muy anteriores a las cruzadas; ya en el siglo cuarto, una monja de origen
gallego, con el nombre de Egeria, llegó en peregrinación al sepulcro de Jesús
en Jerusalén. El nacimiento del Islam surge de una «huida» de Mahoma desde
Medina a la ciudad de La Meca, que con el tiempo se transformará en verdadera y
multitudinaria peregrinación; recordemos que uno de los «cinco mandamientos»
del Islam es «peregrinar» una vez en la vida a la ciudad santa de La Meca. En
la cristiandad medieval surgió con
fuerza inusitada el «Camino de Santiago»; qué decir de la «peregrinación
a Roma», a la tumba del apóstol Pedro. El ser humano es un ser «viator»,
«peregrino». La vida se entiende como «peregrinatio vitae». Así lo creo y así
lo defiendo.
Buceando
en nuestros orígenes, podemos ir mucho más lejos. Jesús es en realidad un
«peregrino» que va anunciando el Reino de Dios por pueblos y caminos; él dice
de sí mismo que «no tiene donde asentar su cabeza», y luego envía a los
discípulos a que vayan «de dos en dos» anunciando la Buena noticia, abiertos al
mundo. San Pablo, una vez convertido, no paró de transitar por caminos y
ciudades llevando a todos el evangelio. ¡Qué decir de otros dos campeones de la
fe! San Francisco de Asís fue en peregrinación a Tierra Santa siguiendo a
Jesús; luego llegó también a Santiago de Compostela. San Ignacio de Loyola
también quiso ser «peregrino» a Jerusalén.
El
«viaje a Tierra Santa» no es un «viaje de placer» como si a un destino de
descanso merecido nos fuéramos. No es tampoco un «viaje de aventuras», como
parece que entienden algunos cuando, en las calles de Jerusalén o en los
alrededores del Lago, van vestidos como si en un safari estuvieran. Tampoco es
un «viaje a lo raro del mundo», como el joven de pintas despistadas que vi hace
poco en el Santo Sepulcro, con bermudas, gafas de sol, gorra de «beisbol» y
sorbiendo descaradamente un café con leche en un vaso grande de cartón, tal
como si estuviera en un parque temático.
El
«viaje a Tierra Santa» es una peregrinación. Una peregrinación exterior porque
se hace a pie; se pisa, se toca suelo, se toca barro. Se está con la gente, se
hacen filas, se besan las rocas, se toca el agua del lago. Se oyen los cantos
de los muecines llamando a la oración; los cantos eléctricos y nerviosos de los
judíos y las campanas de las Iglesias. Se contempla por la noche la silueta de
las montañas que rodean al Lago (¡las mismas montañas que vio Jesús!), y se
siente la sequedad tremenda del desierto de Judá, el mismo desierto que cruzaba
Jesús en su camino de subida de Jericó a Jerusalén. A Tierra Santa se va con
«botas», no con «zapato de paseo». A Tierra Santa se va con «mochila», no con
«baúles» que pesan y estorban.
El
«viaje a Tierra Santa» es una peregrinación interior. El ser humano es un
«caminante», pero un «caminante acorazado». Todos vamos con «corazas» y no
permitimos que ninguna rendija permita entrar en nuestra vulnerabilidad. El
peregrino suele ir muy serio a los lugares santos. De repente, en el Lago,
escucha el relato de la «llamada de Jesús» a sus discípulos y, casi sin darse
cuenta, las lágrimas le saltan a los ojos: «tú sabes bien lo que tengo- canta-,
en mi barca no hay oro ni espadas». El peregrino llega a Nazaret. Nazaret está
impregnado de María: el peregrino escucha cómo la «joven-llena de Dios» dijo un
«sí» rotundo y confiado; aunque no quiera, el peregrino ve cómo pasa por
delante de sus ojos sus «noes» rotundos, pero llenos de miedos, a las
propuestas de Dios. El peregrino llega a Caná; ahí se derrumba: un peregrino
está con su esposo o esposa y sólo ellos saben lo que viven: enfermedades de
uno de los dos; tensiones familiares; o, por qué no, felicidad sin límites…
Otro peregrino es viudo, y no para de llorar recordando a su esposa (no me lo
invento, lo he visto con mis ojos); otros no están casados, pero también ellos
quieren celebrar el amor que se tienen… El peregrino se acuesta a las aguas del
Jordán, y recuerda su bautismo ¿qué hecho yo con mi bautismo, con mi fe? El
peregrino va a Belén, y no entiende tanta pobreza, tanta normalidad, tanta ternura y tanta sencillez para que
nazca el hijo de Dios.
El peregrino
llega, por fin a Jerusalén, destino que ansía. Lo mejor es dejar el Santo
Sepulcro para el final, el último día, porque es la cumbre. En Getsemaní el
peregrino llora al ver cómo también él no ha podido velar con Jesús, o cómo se
hunde ante el peso del dolor. En El Gólgota besa con pasión la cruz de aquel
que se entregó por todos y cada uno de nosotros: nosotros, ¡con nuestras
historias, contradicciones y páginas emborronadas que no nos gusta recordar! El
peregrino llega a la Tumba Vacía y descubre que el ángel dice: «no está aquí».
¿Cómo? Si no está, ¿para qué hemos venido? Precisamente por eso, porque Jesús
no está entre los muertos, porque no está muerto. El peregrino no va a
cerciorarse y levantar acta notarial de que la Tumba está vacía; el peregrino
va a cantar con todos los cristianos de todos los siglos (de ayer y de hoy),
que Cristo vive. El poder de la muerte no le ha podido. Su Padre Dios le ha
dado la vida para siempre. El peregrino besa la losa y reza: «creo que vives y
creo que estás vivo en mi vida, en la vida, en las personas que aman y luchan;
no eres un Dios de la muerte, sino de la Vida en plenitud».
En
Tierra Santa el ser humano alcanza su condición de «homo viator», de «humano
que camina», de «humano que se encuentra consigo mismo y con los demás en el
camino». Pero, ¿no se podría simplemente ir por cualquier camino? Sí, los
caminos pueden transitarse, pueden atravesarse y ser pisados, pero lo
importante es quien los anda y con quién vas. En Tierra Santa caminas el camino
con Jesús.
Pedro Ignacio Fraile Yécora
Peregrino en Tierra Santa
5 de Marzo de 2014
http://pedrofraile.blogspot.com.es/
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