Hay más de una «Tierra Santa». Los peregrinos solemos hacer un recorrido que cubre los principales lugares cristianos, pero no quiere decir que «agotemos» los tesoros que encierra el antiguo país de Canaán.
Los historiadores y estudiosos buscan los restos de las ciudades que son nombradas en la Biblia, como si de una «carta de navegación» se tratara, unas veces con importantes resultados, y otras no: Tell Dan, Ascalón, Lakis, etc.
Los peregrinos buscamos, más bien, las «huellas de Jesús». No lo hacemos en un afán revisionista, como si nuestra fe, debilitada o reconfortada por el paso de los años, necesitara «ver, tocar, confirmar» la tierra para creer. Tampoco lo hacemos en un afán restauracionista, buscando recomponer la «verdadera historia de Jesús». Lo hacemos porque nuestra fe nos dice que Jesús fue «humano», que nació de mujer, que sudó y lloró, y amó y gritó contra los injustos. Jesús vivió en unas cuevas familiares en Nazaret, y salió a pescar en Tiberíades, y recorrió los caminos como un viajero más, y se enfrentó a las autoridades del Templo en Jerusalén. Lo hacemos porque el evangelio sabe de otra forma cuando el paisaje de Galilea entra en nuestros ojos sin tamices, y entendemos las parábolas del sembrador; cuando vemos la insoportable dureza del desierto de Judá e imaginamos al pobre hombre asaltado por bandidos de la parábola del «buen samaritano»; cuando vemos la insultante fertilidad del valle de Jezrael y recordamos las palabras del diablo a Jesús: «todo esto te daré, si postrándote me adoras». Los peregrinos somos «peregrinos de evangelio», «peregrinos discípulos», «peregrinos asombrados». El turista ve, hace un juicio positivo o negativo, y se marcha; el peregrino repasa por el corazón el sabor del evangelio, los rasgos de los rostros y de los nombres amados a quienes recuerda: «si pudieran venir; si hubieran visto todo esto..». El peregrino contempla y reza; el turistas aprueba o desaprueba.
Hay otras «huellas» que no son las de Jesús, sino la de los cristianos que en aquellas tierras han vivido y han florecido. Entre los muchos santos de aquellos lares, sobresale uno, llamado «Juan de Damasco», ciudad de la que era originario. El buen Juan nació cuando hacía un siglo que la conquista musulmana se había hecho con las riendas del poder en la zona. Él, de familia cristiana, era hijo de un alto funcionario del sultán de Damasco, llegando a ser también «alto funcionario» de esta Corte. Sin embargo decidió abandonar la muelle vida cortesana para refugiarse en el desierto de Judá, a las afueras de Belén, en el monasterio de San Sabas. Se ordenó sacerdote y destacó por su alta categoría intelectual. Ha pasado a la historia de la Iglesia por hacerle frente al mismísimo emperador de Constantinopla, León III, de sobrenombre «Isáurico» porque éste había decidido destruir todos los iconos de Cristo, María y de los santos. Es lo que se conoce en historia como «crisis iconoclasta» (destrucción de iconos) del s. VIII. Juan, desde su refugio en el monasterio de San Sabas, en el desierto de Belén, se le enfrentó con arrojo y argumentos. Sabemos que al final las tesis de Juan de Damasco prevalecieron sobre las del emperador y el culto a los iconos se restauró. Juan ha pasado a la Iglesia como santo, con el nombre de «San Juan Damasceno», descansando tras su muerte en el convento de san Sabas.
No es fácil ir allí porque la carretera es infernal. Está fuera de los «circuitos» normales. Hoy es un monasterio ortodoxo de rigurosa observancia: no pueden entrar ni mujeres ni católicos. El que os escribe sólo ha podido ir tres veces. La primera con mi buen y recordado José Antonio Marín, amigo sacerdote, acompañados por Dani; pudimos entrar porque dijimos que éramos «ortodoxos»; fue una visita muy rápida, con un monje que nos miraba con desconfianza. La segunda, en un curso de guías, con el recordado Javier Velasco, también fallecido, fue imposible la entrada porque dijeron que éramos «católicos».
La tercera, acompañados de nuevo por mis amigos Dani y Txetxu, sacerdote de Vitoria, en la foto conmigo, fue ya en horas intempestivas para una vida monástica.
Lo dicho… hay que conocer otros muchos lugares de Tierra Santa. ¡Hay que volver a Tierra Santa! No una, sino más veces… y conocer las huellas de Jesús y de los cristianos.
Pedro Ignacio Fraile Yécora
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