lunes, 30 de octubre de 2017

DIEZ RAZONES PARA IR A TIERRA SANTA


Voy a comenzar con una anécdota graciosa que contaron en el último viaje a Tierra Santa, hace sólo una semana. Un sacerdote  de las afueras de Bilbao le preguntó a uno de feligreses más allegados: «¡Felipe, hace mucho que no te veo! ¿Dónde has estado?». El otro, todo serio, respondió: «He estado en Tierra Santa».  El sacerdote añadió gozoso: ¡Qué bien, yo voy la semana que viene! El feligrés remató la anécdota de forma magistral… «Bueno, para mí, ¡Tierra Santa es la Rioja!

Sin quitarle un ápice a la ocurrencia, sin duda ingeniosa, yo sí que quiero dar mis diez razones para ir a Tierra Santa. Unas son evidentes, otras no tanto. Tengo como pequeño proyecto para los próximos días ir detallando una a una cuáles son mis argumentos. Hoy sólo los enuncio.

1) Tierra Santa se conoce como el «quinto evangelio»: paisajes y paisanajes, escenarios, contextos... Cuando se vuelve, se lee el evangelio de otra forma.
2) Tierra Santa nos «refresca» el evangelio, muchas veces conocido, pero con frecuencia olvidado o «aparcado»: bienaventuranzas, parábolas, evangelio en estado puro…
3) Tierra Santa nos deja el regustillo de saber más del Antiguo Testamento, casi desconocido por el mundo católico en el que nos movemos: Abrahán, Jacob, Moisés, David… Todo nos suena, ¡pero qué poco sabemos!
4) Tierra Santa nos «mueve» por dentro aunque no queramos: sentimientos religiosos ahogados, recuerdos de nuestra infancia y juventud, opciones personales, nombres de personas queridas que nos vienen aunque lo queramos reprimir…
5) Tierra Santa  aclara muchas ideas sobre el origen y la identidad del cristianismo: el evangelio de Jesús no es un libro de autoayuda fuera del espacio y del tiempo; el cristianismo tiene una «matriz» cultural y religiosa semítica evidente. Negarlo es una necedad…
6) Tierra Santa nos habla de Jesús y nos habla de la Iglesia, en continuidad, no en ruptura: Nazaret, Lago de Tiberíades, Jerusalén, Cenáculo, la misión…
7) Tierra Santa es un hervidero del hecho religioso monoteísta: judíos, cristianos y musulmanes ¿qué nos une y qué nos separa? ¿El monoteísmo está muerto o tiene futuro? ¿Los monoteísmos son necesariamente exclusivistas y fanáticos? ¿Los monoteísmos son necesariamente violentos?
8) Tierra Santa es «centro» de la historia antigua, medieval y actual: Constantino, cruzadas, Estado de Israel… No se puede leer la historia de Occidente si arrancamos las páginas de lo que pasó en estos lugares 
9)  Tierra Santa nos retuerce por dentro a los «católicos latinos»: ¿por qué los ortodoxos están en Belén y en el Santo Sepulcro? ¿Qué hacen aquí los coptos, armenios, sirios? Nos damos cuenta de que tenemos mucho que aprender en cultura y en respeto
10) En Tierra Santa se llora. En casi todos los viajes, alguna persona me ha reconocido que, en algún momento, se ha apartado del grupo y se ha echado a llorar, sin que le vieran. ¡Ánimo! ¡Vamos a Tierra Santa!.
Pedro Ignacio Fraile Yécora



Primera razón: PAISAJE Y PAISANAJE

No sé a quién se le ocurrió el título de «quinto evangelio», pero sin duda fue una feliz ocurrencia. Hoy en día se repite bien como cosecha propia bien como «título feliz» para comenzar una charla o un coloquio sobre Tierra Santa. No tengo nada que objetar; es sin duda una buena adquisición; pero vayamos más adelante, no nos quedemos ahí.


En uno de los últimos viajes oí del sacerdote que nos acompañaba la expresión, no menos feliz, «paisaje y paisanaje», para referirse al país de Jesús. El paisaje es el propio del mediterráneo: olivos, vid e higuera son los tres árboles que un buen israelita debe cultivar. A los tres podemos añadir los campos de cereal, y los ganados principalmente ovinos. No es difícil para el guía hacer caer en la cuenta de esos textos evangélicos que tan bien conocemos: «salió el sembrador a sembrar, y parte cayó en camino, entre zarzas o en tierra buena…»; o «Jesús tuvo hambre y fue a una higuera a comer». Más aún, Jesús dice «Yo soy el buen pastor que da la vida por las ovejas», o también «yo soy la vid verdadera». Esto, sin embargo, no emociona ni llama poderosamente la atención. Lo más «llamativo», lo que más llega al corazón del peregrino, es el Lago de Tiberíades y el poblado de Nazaret. El primero engancha, como si de un imán se tratara. Unos dicen: «El lago, donde predicó Jesús». Otros, «estamos viendo el mismo paisaje que vio Jesús, sin que nadie lo haya cambiado». Otros se imaginan a Jesús en la barca de Pedro y a los habitantes del lugar corriendo la voz diciendo hacia dónde se dirigía el maestro. El segundo paisaje que más llega es el poblado de cuevas de Nazaret. Después de recordar que Nazaret era una población desconocida en el Antiguo Testamento (no sale nunca), la atracción se vuelve sobre las cuevas. ¡Jesús, María y José vivían en unas grutas! Sí, grutas pequeñas, con una sola habitación, donde toda la familia convivía. La pobreza de Jesús no era una «pose» para quedar bien, una «puesta en escena». Jesús, María y José eran pobres, como lo eran todos los habitantes de Nazaret. Recordamos a Natanael de Caná, cuando escéptico pregunta: ¿de Nazaret puede salir algo bueno?


El segundo término, «paisanaje», evoca rostros, historias, memorias, identidades mezcladas y decantadas con dolor y orgullo en la misma medida. ¿Quiénes son los habitantes que nos encontramos cara a cara? ¿Qué queda hoy de los habitantes de Galilea, de los paisanos de Jesús, tras múltiples guerras, destrucciones, mezclas de población, deportaciones y emigraciones? Primero, con la población autóctona galilea, se mezclaron los romanos con sus tropas mercenarias de todo el mediterráneo; luego vinieron los brillantes y exquisitos bizantinos, con los oropeles de Constantinopla; de su mano, los armenios de las montañas del Cáucaso. Más tarde las tropas musulmanas de los califas del desierto de Arabia, incorporando el árabe como lengua y el Islam como religión expansiva; llegaron los rudos cruzados de Francia, Inglaterra, Alemania, Hungría… ¡incluso normandos! El dominio musulmán trajo a los egipcios y nubios de mano de los sultanatos fatimíes y mamelucos; los turcos impusieron durante siglos su imperio. Llegaron los griegos y los serbios con la Iglesia ortodoxa… Por fin, la omnipresente Inglaterra dejando su «impronta british» reconocida por doquier. Tras ellos la diáspora judía que regresa a Israel: judíos de Rusia, de Argentina, de Marruecos, polacos… en una lista interminable ¿Qué queda de los judíos que condenaron a muerte a Jesús? ¿Qué quedan de los habitantes de Nazaret, de Cafarnaún? 
Tierra Santa es un crisol donde se mezclan razas, costumbres, lenguas, ritos… Algunos peregrinos quieren saber quiénes son los «verdaderos palestinos», los que tienen «pedigrí», como si de un ejercicio de pureza racial, de reivindicación de legitimidad se tratara. El camino que quieren seguir es el de la «pureza límpida, incontaminada, íntegra, reluciente». Sin embargo, en Tierra Santa se aprende que esta no es la pregunta, ¿quiénes son los descendientes de los galileos y belemitas de la época de Jesús?. Jesús es para todos. Jesús disfrutaría viendo a tanta gente de tantas razas y culturas. La humanidad es Adán. Adán es la humanidad. Cristo es el Nuevo Adán. Cristo no rechaza, sino que abraza a esta gran humanidad, que es la suya.


SEGUNDA RAZÓN PARA IR  A TIERRA

SANTA: BIENAVENTURANZAS 

Y PARÁBOLAS

Muchas veces   cuando nos presentamos como «cristianos» en un grupo que no tiene por qué serlo, vemos cómo alguien interviene o se queda con las ganas de decir: «pues la Iglesia…». No dicen «yo creo que Jesús…», o «para mí el Evangelio…» sino que directamente apuntan a la Iglesia. En el fondo hay una conciencia de que ser cristiano tiene que ver con la Iglesia, pero ¿por qué no se refieren a Jesús o a su evangelio? Creo, sinceramente, que es muy difícil que alguien que haya leído el evangelio o que haya tenido un mínimo de acercamiento a Jesús se sienta indignado, molesto o reacio con él. Yo soy católico, y mi credo es el credo de la Iglesia católica; me «duele la Iglesia»… pero también soy consciente de la dificultad que estoy presentando. Para recuperar el sentido de «Iglesia de Jesús», hay que volver a Jesús y a su evangelio. Un viaje o peregrinación a Tierra Santa dan buena cuenta de ello.
 Es bien sabido que Jesús no «daba conferencias» ni «sermoneaba»; por eso, cuando hablamos del «Sermón de la montaña», hay que tomar las debidas precauciones evitando asimilarlo a «rollo» o «chapa», como se dice hoy. Jesús sin duda se sirvió de las «bienaventuranzas», una forma de hablar conocida en aquella época, para meterse en el corazón de los oyentes: «bienaventurados los pobres, los que lloran, los pacíficos…» y añadía «porque sois los favoritos de Dios; porque Dios será vuestra riqueza…» La gente sencilla se quedaba «tocada»: ¡esto es nuevo!, ¡esto nadie lo había dicho antes! Jesús hablaba de Dios; nadie lo duda; pero lo hacía de forma que la gente quería que le hablaran de Dios. Es como si le dijeran, «Jesús, háblanos de Dios».  Luego, san Mateo se imagina una proclamación solemne de todas juntas y seguidas, con la gente echada a los pies de Jesús, en la cima de una montaña. Cuando vamos al Lago y subimos al Santuario de las Bienaventuranzas, todos nos vamos con el corazón y con la mente a las palabras de Jesús que nos dice: «¿Eres feliz?» ¿«qué necesitas para ser feliz»? ¿«qué te sobra para ser feliz»? ¿«Necesitas a Dios para ser feliz»? Y vuelves a oír, como si de la primera vez se tratara, una a una, todas las bienaventuranzas de Jesús. Allí, junto al lago, te pasa la vida como si de una película se tratara.

Jesús no «sermoneaba» y tampoco ponía adivinanzas a la gente. Hablaba de forma muy sencilla, para que lo entendiesen todos: «el Reino de Dios se parece a un hombre que salió a sembrar; o a un hombre que encontró un tesoro…». Campos sembrados se pueden ver en todas partes, sin necesidad de ir a Tierra Santa;  que los tesoros son deseados es también muy compresible. Cuando se va a Tierra Santa sorprende la sencillez de los ejemplos que ponía Jesús y cómo arrastraba a todos: ¿dónde residía la autoridad de su palabra? ¿Qué decía de extraordinario? ¿Por qué esas imágenes eran tan poderosas entonces y no lo parecen ser ahora? El evangelio se presenta no como algo sabido, como un texto «aparcado» en nuestra memoria, sino como un continuo despertar de preguntas, como un desinhibidor de sentimientos, como un despertador de nuestra conciencia religiosa más adormecida. Puede ser que algunos no necesiten esta agitación interior para recuperar las páginas evangélicas, pero sin duda para muchos de nosotros el viaje a Tierra Santa no sólo es un estímulo, sino un verdadero agitador y motor interior.

Tercera razón: LA HISTORIA DE NUESTROS PADRES EN LA FE
  
«Lo mejor es enemigo de lo bueno»; dice una sentencia popular. Nosotros podríamos matizarla con un «a veces»; pero como expresión de una verdad repetida generación tras generación, la damos por buena. Así comenzamos la «tercera razón» para ir a Tierra Santa. «Lo mejor» es conocer el Antiguo Testamento; «lo bueno» es conocer la «Historia sagrada».  Hace ya muchos años se suprimió la «Historia Sagrada» del mundo catequético («lo bueno»), en aras de una lectura personal y consciente del Antiguo Testamento («lo mejor»). Hoy nos encontramos con generaciones de jóvenes, y no tan jóvenes, que no saben nada de Moisés, de Abrahán, de David o de Jacob.  Bueno, me dirán algunos: ¿para ser cristianos hay que saber quiénes eran o qué hicieron estos personajes?  ¡Nosotros somos cristianos, no judíos! Vayamos más lejos: ¡nuestra fe está lastrada por el «judeocristianismo»; así nunca va a despegar; basta ya del judaísmo y quedémonos sólo con el evangelio de Jesús! Supongo que alguno de nuestros lectores se verá reflejado en estas expresiones.
            No voy a justificar el Antiguo Testamento, que por  otra parte se justifica solo. Digamos, por ejemplo, que presumimos de saber de literatura en castellano sin querer leer «Don Quijote de la Mancha»; lo diremos, pero es un «bluff» como la copa de un pino. Podemos presumir de que nos encanta San Juan de la Cruz, menospreciando el Cantar de los Cantares; ¡necedad de necedades! Podemos hacer un discurso sobre la libertad de Jesús con las normas sobre la pureza y sobre el sábado, desconociendo qué dice la Escritura judía, ¡valiente arrogancia! Es más, nos atrevemos a explicar por qué Jesús es el Mesías, desconociendo cuáles son las promesas y las expectativas mesiánicas del pueblo de Israel; o también, queremos explicar la Eucaristía desconectándola de las fiestas de la Pascua… Alguno dirá, «pues se puede explicar a Jesús sin el Antiguo Testamento»; los sensatos dirán… «tarea más que ardua ¡imposible!».  No podemos explicar el Islam sin la matriz donde nació y sin referirnos a Mahoma; no podemos explicar a Jesús y su misión sin meternos en el mundo donde nació y vivió; el mundo que le juzgó y le condenó.
            Por este camino podríamos ir más lejos: ¿cómo explicar la única alianza de Dios que comienza con la creación y culmina con Cristo? ¿Cómo explicar la única historia de la salvación que se lleva adelante, desde Abrahán, el padre de los creyentes, que se manifiesta en plenitud en la cruz y resurrección de Jesús y que hoy se sigue haciendo realidad en el corazón del mundo? ¿Cómo explicar una «historia de liberación» sin el Éxodo, o la «historia como camino» sin los patriarcas, o la «Tierra prometida» sin el desierto, o el sentido de pueblo de Dios sin Jacob, o el mesianismo sin David?
            A la par que se habla de Jesús, en el Viaje a Tierra Santa se recuerda la entrada en la Tierra Prometida cuando se visita Jericó; al entrar en Jerusalén se canta el salmo de alegría como hacían los peregrinos; en la ciudad santa se hace memoria del rey Mesías David y desde el Monte de los Olivos se llora por la ciudad como hicieron los profetas. Un «curso intensivo» de Antiguo Testamento para recordar, comprender y empapar el corazón del curioso intelectual, pero sobre todo del creyente.
Pedro Ignacio Fraile Yécora.






Cuarta razón: BESO ALARGADO, ABRAZO INTENSO, ALEGRÍA DESBORDANTE


Hace muchos años D. Ramón Búa Otero, a la sazón Obispo de Tarazona, recientemente fallecido, se servía en una homilía de la imagen de las brasas para explicar la fe adormecida de muchas personas. Las brasas, decía, parece que están apagadas; pero si soplas, si las remueves, si tienes paciencia y un poco de dedicación, de aquellos tizones y cenizas puede brotar de nuevo un fuego vivo, intenso,  extensivo, abrasador… También la fe, decía, a veces está conservada bajo brasas sólo aparentemente apagadas… Hay que soplar, hay, que esperar, hay que tener paciencia, hay que creer que el fuego se puede reavivar.

            La fe no se puede reducir a un «sentimiento», a una «sensación» o a un «gusto personal». Esto forma parte del ‘a,e,i,o,u’ de la teología;  sin embargo la fe se expresa y se vive de forma sentimental. La fe no es un sentimiento porque no depende del variable estado anímico de la persona: es como si dijéramos, ‘cuando estoy deprimido, triste, mal, tengo menos fe’ y ‘cuando estoy optimista, alegre, positivo, tengo más fe’. Tampoco se puede reducir al mundo de las sensaciones: ‘creo porque me hace sentirme bien conmigo mismo, porque me da paz, serenidad’; ni mucho menos al juicio de valor de nuestras aprobaciones: ‘esta afirmación de la fe me gusta o no me gusta’; como si la fe de la Iglesia tuviera que ver con nuestra aprobación o nuestro consenso, siempre sometido a las opciones personales y al devenir de la cultura dominante. Sin embargo, y esto es muy importante, la fe se expresa con sentimientos porque tiene que ver con la persona, con la vida, con la experiencia, con la memoria: sentimientos de alegría desbordante, o de tristeza; de gritos de horror o de serenidad; de paz interior o de lucha; de agradecimiento o de petición de cuentas. La fe cristiana, por ser humana, expresa la vida personal, diaria, combativa, que quiere vivir, y expresa nuestra vida con Dios.

            El viaje a Tierra Santa hace que afloren múltiples sentimientos que puede ser que tengamos reprimidos: lloramos en la travesía del barco por el Lago de Tiberíades, haciendo presentes las palabras de Jesús: «ven y sígueme». Nos emocionamos al besar el lugar del nacimiento de Jesús, en la pobreza de la cueva, o besando el lugar de su muerte, en la roca del Gólgota; o como María Magdalena besamos la tumba vacía, y decimos: «verdaderamente ha resucitado». Repetimos un «sí»  profundo, intenso, claro, rotundo, nítido, a la vez que ensanchamos el pecho… con María en Nazaret.


Lloramos nuestras ‘pequeñas traiciones’, nuestros «noes», con Pedro en la Basílica del Galli Cantu. Nos sentimos discípulos predilectos de Jesús cuando, en la gruta del Pater Noster, rezamos con las palabras que Jesús nos enseñó. No quisiéramos levantarnos de la piedra de Getsemaní cuando apoyamos la cabeza y pasa la película de nuestros sufrimientos personales, familiares, y nos queremos hacer uno solo con Jesús. Es mi Getsemaní; es mi respuesta a la llamada de Jesús; es mi ‘sí’ con María; son mis ‘noes’ como Pedro; es mi oración con Jesús.

No  son «sentimientos religiosos blandos», como si la fe fuera un «sentimentalismo» adolescente, no. Se trata de «sentir con Jesús»; de dejar que la fe se exprese en canto sereno o en lamento sincero;  en beso alargado o en abrazo intenso; en ojos cerrados con lágrimas a la vez que parece que se quiere salir el corazón. Tierra Santa mueve y remueve; aunque no queramos.


Pedro Ignacio Fraile


Quinta razón: ¿PLÁSTICO O PLATA?

Me ha costado encontrar un titular de esta «quinta razón para ir a Tierra Santa». Busco un contraste fuerte, rotundo, claro, que no deje espacio a la duda. Lo he intentado primero con el mundo de la alimentación y he pensado ¿choped o jamón de jabugo? La idea no está mal, pero me parece un poco chabacana para ilustrar nuestra reflexión. He pasado al mundo del arte, pero ¿cómo comparar artistas y autores de  tendencias literarias diversas y contraponerlas en extremos opuestos? Misión imposible. Después de repasar otras posibilidades, me he quedado con esta que me parece apropiada a la vez que sugerente gracias a la repetición homofónica del fonema «pla».

  La otra noche, cenando con unos amigos, salió el tema de los «libros de autoyuda». Uno de ellos decía que había leído varios, que en un momento de su vida le habían servido, pero que hoy le «sabían» a poco; que él «buscaba» más, que «necesitaba» más. Sin querer estaba poniendo las bases de su diagnóstico: los verbos «saber/saborear», «buscar» y «necesitar». El ser humano, constitutivamente hablando, está creado para «saborear» las cosas gustosas de la vida; en su ADN lleva grabado el «buscar» respuestas que le satisfagan; es un ser «necesitado» de una luz que no proviene de él. Somos soñadores de sueños posibles; exploradores de mundos reales; llevamos la semilla de Dios en nuestro corazón.

El ser humano no puede conformarse con libros que le «ayuden» a conocerse un poco más; el ser humano necesita mirar más alto, traspasar los límites de las evidencias; bucear en lo que somos y buscar el sentido de lo que hacemos, de lo que nos mueve. Somos «buscadores» insaciables del misterio que está encerrado en nosotros mismos y del misterio de amor que es Dios. Entre conformarse con conocer un poco mejor nuestras reacciones psicológicas y nuestros comportamientos sociales y ponerse cara a cara con Dios, no hay color. Dicho de otra forma: no nos conformamos con el choped, estamos creados para gustar el jamón; o fuera de las comparaciones culinarias, entre el plástico y la plata, no hay  posibilidad de elección.
            Pasemos a la Tierra Santa. No faltan quienes reducen lo religioso a su pequeño mundo, particular, único: «es mi experiencia», «es mi verdad», «la mía, la que me vale a mí». Parecería que la experiencia religiosa estuviera reñida con la historia, con la tierra. Sin embargo, también pertenece al mundo del «a,e,i,o,u» de la teología que la fe cristiana se caracteriza por la «encarnación». Creemos en un Dios que se mete en la historia y lo hace con todas las consecuencias. El que se embarra se mancha de barro; Dios se embarra. El que vive una vida humana, experimenta el olor y el hedor de lo humano; Dios se «enhumana». Para los cristianos, la tierra, el paisaje, lo humano, no es una dificultad para creer, sino que es el lugar de la teología. Para hacer teología hay que preguntarse por el hombre, por la antropología; para comprender la antropología hay que preguntarse por Dios, por la teología.
            Cuando nos metemos en la Sagrada Escritura leemos la historia de la condición humana con sus éxitos, pero también con sus miserias de todo tipo. Dios salva este «ser humano real». Cuando vamos a Tierra Santa vemos que Jesús no nació «en el aire», sino en una cultura y en una sociedad: en la cultura hebrea y en la sociedad judía del siglo I antes de nuestra era común. Jesús era, por medio natural, un hombre del mediterráneo;  por condición racial, heredero de los semitas; su identidad era la forjada en siglos de historia por el pueblo judío.
            La fe cristiana no nace de una experiencia de autoayuda, si bien pone lo humano en el fundamento y en el centro. La fe cristiana nace de un «acontecimiento» histórico. Cuanto más ahondemos en él, mejor sabremos comprender la riqueza del evangelio. ¿Plástico o plata? Que cada uno elija.

Pedro Ignacio Fraile Yécora.





Sexta razón:

JESÚS SÍ... IGLESIA  TAMBIÉN 

    Las relaciones entre Jesús y la Iglesia han pasado por distintas etapas. Hace ya muchos un señor francés acuñó una frase que se ha ido repitiendo de boca en boca entre los leídos: «Jesús anunció el Reinó, y salió la Iglesia». Lejos de perderse entre páginas de libros en oscuras bibliotecas, su afirmación se fue repitiendo como si de un mantra se tratara. Aquel hombre había sentado las bases a una oposición casi insuperable. Muchos años después, cuando él ya había muerto, se hizo popular la consecuencia de esta sentencia: «Jesús, sí, Iglesia no». Ya no eran los leídos quienes hacían esta afirmación, sino gente de todo tipo que quería adherirse al «hombre Jesús», a sus propuestas éticas y a su noble mensaje, pero mostraba su descontento, incluso su desapego afectivo y  a veces efectivo con la Iglesia.

            Los «pensadores de la teoría religiosa» (no sé si existe esta categoría; sólo quiero evitar la palabra «teólogos», porque no es lo mismo), se sirvieron de dos términos sociológicos para expresar esta realidad. Acuñaron los términos «continuidad» y «ruptura» para hablar de Jesús y la Iglesia: ¿Entre Jesús y la Iglesia hay «continuidad» o «ruptura»? En «román paladino», para que nos entendamos todos, con el lenguaje de a pie de calle: ¿Jesús fundó la Iglesia o la Iglesia nació como una nuevo grupo interno del judaísmo a partir de la persona y del mensaje novedoso de Jesús? Nos ponemos a sudar; nos remangamos; sacamos nuestros mejores argumentos y desenvainamos el florete para pelear en un arduo y difícil combate de esgrima.

He de decir, a costa de que algunos se molesten (ya me ha pasado en varias ocasiones defendiendo este mismo argumento), que para mí el problema hoy no es sólo el «no» que muchos dicen a la Iglesia, sino el «no» que cada vez más se dice a Jesucristo. Con Jesucristo está pasando algo distinto que con la Iglesia: se le reconoce su altísimo valor moral, la calidad inigualable de su mensaje, la coherencia de su vida… pero se le relega al «club de los hombres buenos». No se le da más categoría humana que a Gandhi y su «no violencia activa»; su valor histórico y su influencia en la historia es comparable al de Mahoma… Poco más. Sé que no gusta oír esto, pero ya está dicho. No es lo que yo pienso de Jesús, pues soy creyente y lo confieso como «Señor» (Jesús-Kyrios), como «Salvador» (Jesús-Soter), como Mesías-Ungido (Jesús-Cristós); sólo digo en voz alta lo que percibo que está pasando en nuestra sociedad. Soy notario de una situación real, no soy teórico de una nueva propuesta sobre Jesús y la Iglesia.

Ya tenemos el «pensamiento antiguo» (los años 80 y 90 son del pasado) que afirma: «Jesús sí, Iglesia no»; y ya tenemos el «pensamiento contemporáneo» que dice «suavemente», sin ganas de hacer sangre, como quien no quiere ofender: «Iglesia no, Jesús tampoco».

Decíamos en el epígrafe de esta reflexión que la sexta razón para ir a Tierra Santa es afirmar a Jesús y afirmar la Iglesia. Más claro: la continuidad entre Jesús y la Iglesia. Aquí entran en juego el uso de las preposiciones, ¡esos «conectores» lingüísticos tan odiados por los estudiantes de lenguas y tan imprescindibles! No es lo mismo decir que la Iglesia fue fundada «por» Jesús, que la Iglesia fue fundada «en» Jesús (dos preposiciones con alta carga teológica).  No es lo mismo decir que creemos «a la Iglesia» (por ejemplo cuando habla), que decir que creemos «en la Iglesia» (indicando que «estamos en ella», que pertenecemos a ella, que no nos sentimos ni fuera de ella ni extraños a ella). No es lo mismo decir que creemos «por la Iglesia», gracias a su testimonio de fe hecho presente en los santos, en los catequistas, en los creyentes de a pie; que decir que creemos «con la Iglesia», con ella, con lo que propone, con lo que presenta, con que anima, con lo que dice y con lo que sugiere… «Con ella» y no «contra ella». Por último, sin preposición, «creo la Iglesia», formando parte del «credo» que conforma nuestra fe y nos identifica como comunidad creyente.

En Tierra Santa vas a Nazaret no porque sea una «maravilla arquitectónica» o porque tenga magníficos museos… A Nazaret se va porque allí María aceptó ser la «Madre de Jesús», la «Madre del Salvador»: misterio de encarnación, sorpresa inaudita de la Anunciación, vida humana donde crece Jesús… La Iglesia lo recuerda, lo celebra, lo anuncia, lo custodia… y se deja sorprender por el misterio místico (que no mistérico) que guardan las piedras de Nazaret.

En Tierra Santa vas a Cafarnaún. Allí ves un poblado de pescadores; una casa donde se adivina que ha habido distintos cambios arquitectónicos y que ha sido habitada y usada en distintas fases de la historia; un puerto que da al lago. ¿Para qué gastar dinero e ir allí, habiendo en el mundo sitios más bonitos, más exóticos? Ahí está la clave; el peregrino no busca exotismo, sino huellas: ahí están las huellas por donde anduvo Jesús; y el creyente, la Iglesia, las busca, las conserva… Quiere saber más, quiere que aquellos restos le hablen de Jesús.

En Tierra Santa vas a Jerusalén, la «Gran ciudad tres veces santas». En este caso el «viajero con ojos de turista compulsivo» se queda con los colores y olores, con los gritos y empujones, con las calles que se pegan a las suelas y los cantos del almuédano… El peregrino cristiano quiere ir al Gólgota, al Santo Sepulcro, y allí llora la dura realidad: «Jesús murió aquí por amor, y cuánto nos queda por seguir caminando, qué lejos estamos de su mandato» al ver la separación entre los cristianos, los murmullos permanentes del Santo Sepulcro, el ir y venir de unos y otros… Jerusalén habla de Jesús… y de la Iglesia. La Iglesia de los primeros cristianos que iban desde el Cenáculo a la tumba de Jesús (hasta que llegue Constantino el Grande no se puede hablar de «Santo Sepulcro») y allí, en el lugar de la Resurrección, le daban culto. La Iglesia de los frailes franciscanos que mantuvieron vivo el lugar santo cuando ellos eran los únicos católicos de Tierra Santa  bajo dominio de los turcos… La Iglesia viva de los creyentes que hoy peregrinan no para levantar certificado de defunción, para sellar una página del libro de la historia; ni siquiera para saciar una malsana curiosidad. Los cristianos, la Iglesia, peregrinan y peregrinamos a Tierra Santa porque es el lugar donde anduvo el Señor, donde murió y resucitó, donde nacimos. ¿Algunos siguen con la pregunta? ¿Continuidad o ruptura? Yo digo: «Jesús sí, Iglesia también».

Pedro Ignacio Fraile Yécora





Séptima razón:
¿EN QUÉ DIOS CREEMOS?


               Pregunta difícil y fundamental a la vez. Cuando hablamos de «Dios», unos se alegran y otros fruncen el ceño. Unos nos miran con cara de compasión (¡a estas alturas aún creen en Dios!-piensan-) y otros nos miran con cara de ilusión y esperanza (¡aún hay gente que cree en Dios y espera en él).   

               La pregunta sobre Dios es necesariamente triple. Por una parte qué razones tenemos para creer en él (la razonabilidad de la fe). Por otra, si creemos o no creemos, en qué cambia nuestra vida esta fe en Dios: ¿vive igual un creyente que un no creyente? ¿En qué se nota? (fe y vida; fe y ética). Por último, en qué Dios creemos, o qué decimos cuando decimos «Dios» (identidad de nuestra fe). Responder a las tres preguntas es todo un libro, por eso nos vamos a limitar a comentar sólo la tercera: qué decimos cuando pronunciamos la palabra «Dios». Esta pregunta que en otras partes parecería inútil y sobrante, en Tierra Santa sin embargo es necesaria, pues allí se ve en la calle, a diario, creyentes en Dios de la confesión judía, de la cristiana y de la musulmana.



               Las religiones mal entendidas son propensas a descalificar, incluso a querer destruir, al que profesa otra fe. Siguiendo la historia, en honor a la verdad y para que nadie se ofenda, la secuencia de los hechos sería: judíos contra cristianos (primeras persecuciones), y más tarde cristianos contra judíos (distintos progromos); cristianos contra musulmanes y musulmanes contra cristianos (desde la Edad Media, en distintas versiones, hasta nuestros días). En la actualidad siguen las descalificaciones, agresiones y persecuciones abiertas entre los tres: Sudán, Siria, Irak, Palestina, India, Nigeria, Mali...  Algunos incluso afirman  que la fe monoteísta lleva inscrita la marca indeleble de la violencia.  A mí me cuesta aceptarlo, pues Jesús murió en la cruz perdonando a los que le mataban, y Jesús enseñó durante toda la vida que nos amáramos  y que perdonáramos al que nos ofendía. La vida y la historia, sin embargo, se empeña en llevarnos por otros caminos.

               En Tierra Santa hay que estar con los ojos y oídos bien abiertos. Allí se muestran en toda su diversidad de cantos, cultos, colores, vestidos, calendarios y costumbres los creyentes en Alah, en Yahweh y en Jesucristo. Dos anécdotas. Este verano pasado iba dando un paseo con un amigo por las calles de Jerusalén, y en cierto momento, contemplando el Muro de las Lamentaciones desde un mirador, nos quedamos en un religioso silencio para escuchar cómo se elevaban entremezclados al cielo dos cantos: uno el de los muecines que llamaban a la última oración de la tarde; el otro el de unos jóvenes de la escuelas judías (yeshiva) cantando en la explanada del muro: los dos rezaban a Dios. Mi amigo comentó: «¡Tantas veces me he empeñado en vivir sin Dios y en luchar contra él, y ahora me doy cuenta de que es lo único importante!». Otras veces lo que se mezcla en el cielo de la Ciudad tres veces santa es la voz ronca y potente de las campanas del Santo Sepulcro con las voces potentes, guturales y alargadas de las llamadas a la oración de los minaretes. Todos dicen lo mismo: ¡Dios existe! ¡Dios es importante! ¡No seáis necios, atendedle! ¡Dedicad un momento de vuestra jornada para Dios! 




               Aprovecho este final del párrafo anterior para empalmar con la segunda anécdota. En otro de mis viajes, una señora se escandalizó de la importancia que tenía la religión en Tierra Santa. No tuvo empacho en decir en voz alta, delante de todos, que «la sociedad tenía que ser laica». Yo no pude menos que contestarle y le dije: «no tiene usted razón; la religión no es mala; creer en Dios ni es nocivo ni es signo de retraso. Nosotros, los occidentales de Europa estamos equivocados creyendo que lo que hay que hacer es desterrar a Dios de la  vida». Aquella mujer reflejaba el pensamiento de nuestra sociedad, que se empeña en hacer que desaparezca cualquier «murmullo de Dios», y por tanto las expresiones religiosas (llámense campanas, llámense «llamadas a la oración» desde los minaretes, llámense cantos y voces de los judíos) les molestaban.



               El tema que esta «séptima razón para ir a Tierra Santa»  nos ocupa, no es nada fácil. Tiene muchas aristas, de las que cortan y escuecen; lo sé, pero este no es el sitio para presentarlas, plantearlas y buscar vías de solución.  Sólo quiero apuntar a una hermosa y necesaria razón para ir a Tierra Santa: ver cómo se reza a Dios, cómo se cree en Dios, cómo está presente Dios en la vida de miles de personas, que lo hacen con sinceridad y hondura. Los musulmanes rezan al «Todopoderoso»; los judíos «al totalmente Santo»; los cristianos nos dirigimos al Padre de Jesús y padre de todos nosotros.

               Que no caigamos en la tentación de despreciar la fe de otros, ni pensar que el futuro de occidente está en la «no fe». ¡Dios es grande! ¡Dios es santo! ¡Dios es Amor!

Pedro Ignacio Fraile Yécora

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