lunes, 30 de octubre de 2017

LA SEDUCCIÓN DE LA RELIGION: UN VIAJE SIN PREJUICIOS A TIERRA SANTA


           
Los que me conocéis y seguís en mis comentarios, sabéis cuál es mi posición respecto a la religión. Por familia, por educación, por estudios y dedicación, no solo no puedo prescindir de lo religioso, sino que me atrapa; o me seduce; o me busca porque sabe que me encuentra. Lo religioso brota a borbotones de las personas, aunque a veces lo queramos tapar con las manos, en un intento inútil, como si pudiéramos taponar un manantial de agua.
            Acabo de llegar de Tierra Santa. Esta vez ha sido una peregrinación con gente de mi edad, la mayor parte, y algunas personas mayores que han hecho de nuestras madres no solo por la edad, sino por el trato cercano, cariñoso y amoroso. Al compartir edad, condividíamos también recuerdos infantiles y juveniles; formación y estudios semejantes; carencias y frustraciones de la época, junto con convicciones arraigadas. Lo que se dice, compartíamos un mundo de imágenes, de experiencias y de visión sobre las cosas. También en lo religioso. Con nuestras distintas visiones, de la vida, pero todos aceptábamos con tranquilidad,  a la vez que con simpatía, el complicado y seductor mundo de la fe.
            Cuando se lee el evangelio en Galilea, las emociones salen sin querer. Son espontáneas. Sobre todo cuando se conoce el evangelio: Jesús llama a los discípulos en el Lago; Jesús les anuncia las bienaventuranzas, les cura y les parte el pan; Jesús va a Nazaret, su pueblo y se presenta sin ambages. María que acoge al misterio de amor en su seno, que acoge a Dios mismo. En el Tabor recordamos que todos hemos tenido, o necesitamos tener, experiencias de Dios en nuestra vida. Galilea es calor y color natural de evangelio.
            Jerusalén es otro cantar. En esta peregrinación llegamos el jueves por la noche a la «Ciudad tres veces santa», cuando comenzaba el día de descanso de los musulmanes; al día siguiente, el viernes por la mañana, fuimos testigos de cómo oleadas de varones, de todas las edades, en  peregrinación inacabable, se acercaban a la Explanada de las Mezquitas (Haram es-Sharif), para la oración de mediodía.

-          ¿Pero dónde van tantos hombres?
-          A rezar
-          ¿Aún observan el día de oración?
-          Tú mismo lo ves
-          ¿Pero no habíamos decidido, los occidentales, que la religión estaba moribunda?
-          Bueno, piensa por ti mismo, y no por lo que te digan. Saca tú las consecuencias.

Los occidentales hemos decidido, por nuestra cuenta, que la religión es cosa del pasado. La sorpresa es el contacto con el Islam, cuando vemos que miles de personas, de todas las edades, con seriedad y convencimiento, acuden a rezar cada viernes a las mezquitas.
Ese mismo viernes, nos acercamos al Kotel (el Muro de las Lamentaciones para los occidentales), un poco antes de que comenzara el Sabat. Centenares de judíos, de todas las edades, cantaban en corros, felices, porque iban a celebrar el día de descanso previsto y querido por Dios desde la creación del mundo (Ex 20,8-11).También celebran que Dios ‘les ha liberado’ de la opresión de sus enemigos, tal como recuerda el libro del Deuteronomio  (Dt 5,12-15). De nuevo las preguntas.

-          ¿Por qué bailan?
-          Porque es una fiesta.
-          Pero, ¿no habíamos quedado en que la religión judía era triste?
-          Míralo con tus ojos. Están saltando de alegría y se desean ‘Shalom Sabbat’ (Feliz día de Sábado)
-          No entiendo nada.
-          Pues párate y piénsalo.

Del sábado, pasamos al domingo, día de fiesta para los cristianos. Comentamos algo que todos sabemos, pero que no caemos en la cuenta. El domingo es ‘el primer día de la semana’. La religión judía celebra ‘el último día de la semana’, el sábado. Los cristianos celebramos ‘el primer día de la semana’, el día de la Resurrección de Jesús. Aquel día vamos al Santo Sepulcro, a celebrar la Eucaristía dominical. Sin esperarlo, oímos cantar en la parte superior del Santo Sepulcro. Son voces bellísimas: ‘los armenios’, digo. Buscamos la escalera de acceso a las estancias superiores, y escuchamos entre atónitos y embelesados el canto de las voces de los cristianos viejos del Cáucaso. Celebran la Misa, la Santa Misa, en un rito ancestral. Despacio, con mucho tiento, como quien toca algo que no le pertenece, que no lo puede manejar a su antojo. Exquisito, delicado, bello, conmovedor.

-          Estos ¿quiénes son?
-          Los armenios
-          ¿Son cristianos?
-          El reino de Armenia se hizo cristiano antes que el Bizantino.
-          ¿Sí? ¿No fue Constantino el Grande?
-          No. Se le adelantó por unos pocos años el rey armenio. Con él, se convirtió todo su pueblo. Hasta el día de hoy.


Ir a Tierra Santa, con la cabeza abierta, no con los prejuicios de los occidentales que hemos decidido por nuestra cuenta que la religión está obsoleta, es abrirse al mundo de la experiencia de Dios. Los musulmanes se someten a Dios y a su voluntad: Islam significa precisamente eso, «sumisión». Los judíos, los primeros en la fe monoteísta, cantan al Dios creador y liberador,        que se ha manifestado a su pueblo, Israel. Los cristianos cantamos en la mañana del Domingo, la mañana permanente de Pascua, del Señor Resucitado.
Cuando vuelvo a esta orilla del Mediterráneo, por la que han pasado, convivido y se han enfrentado las distintas confesiones; cuando regreso a esta tierra occidental que parece que se quiere quitar, como si de una maldición se tratara, del peso de las religiones monoteístas, no puedo menos que recordar con cariño ¡y envidia!, la importancia que tiene Dios en la vida y en la felicidad de las persona. Para muestra un botón. Si quieres verlo con tus propios ojos, arriésgate y ve a Tierra Santa.

Pedro Ignacio Fraile Yécora


15 de Febrero de 2017

EL SANTO SEPULCRO, CLAUSURADO POR LA POLICÍA

EL SANTO SEPULCRO, 
CLAUSURADO POR LA POLICÍA



Podría ser un buen titular para una noticia. ¿Por qué? Quizá porque corre peligro de derrumbe. Quizá porque hay demasiada gente que quiere acercase a él y hay que intervenir antes de que se produzca una desgracia. Quizá porque el encargado de poner orden, de turno, se ha propasado en sus funciones. Sea como sea, ¡qué noticia! Saltaría a la prensa, sin duda.


El que esto escribe, sólo quiere hacerse eco del Santo Sepulcro en su día a día. Acabo de llegar; he estado con dos grupos muy distintos. Uno de Plasencia, otro de San Sebastián. En ambos casos fuimos al Santo Sepulcro. Suelo comentar que estamos asistiendo, impávidos, a un 'movimiento' extraño por parte de los católicos. Parecería que a muchos peregrinos, hijos de la Iglesia o al menos bautizados en ella, les importara más el Muro de las Lamentaciones que el Santo Sepulcro. Lo compruebo tristemente en cada peregrinación. En cada grupo repito: el centro de la fe cristiana es Cristo vivo. Venimos como peregrinos a los Santos Lugares de la muerte y resurrección de Jesús. Hay personas que no terminan de entender el alcance de este acontecimiento y siguen soñando con meter sus papelitos entre las piedras de un muro que se remonta al Templo de Jerusalén destruido por el general Tito el año 70 de nuestra era.



Suelo comentar también que el Santo Sepulcro se está convirtiendo en un 'Mercado persa' donde mucha gente no sabe bien adónde va. La última adquisición son los 'cruceros'. Llegan, ven, miran y se van. Raudos, veloces, a velocidad de crucero (nunca mejor traída la imagen). Son turistas-consumidores de lo religioso, como si la fe cristiana fuera un producto más: pagar-consumir- gastar.

Es verdad que muchas personas saben a qué van y por qué van. Jesús sigue siendo un interrogante abierto en el corazón de muchos hombres y mujeres del siglo XXI. ¿Qué supone para mí que Jesús esté vivo? ¿Qué quiere decir que la muerte de Jesús no ha sido en vano? ¿Se puede confesar hoy la resurrección de Jesús sin renunciar a ser una persona que viva en este mundo?

No. La policía no ha cerrado el Sepulcro. Tampoco los 'cruceristas' que arrasan por donde van. Tampoco los consumidores de ciudades. Tampoco los cazadores de religiones. El Santo Sepulcro sigue siendo referencia para hombres y mujeres que seguimos diciendo: ¿por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. ¡Ha resucitado!

Pedro Ignacio Fraile
11 de Octubre de 2013

"Canción triste" del santo sepulcro de Jerusalén



Cuando la comunidad cristiana de Jerusalén daba sus primeros pasos, después de Pentecostés, sabían que allí, en el huerto debajo de la Cantera de piedra que conocían como «Gólgota», seguía vivo el recuerdo de la «Tumba vacía». ¡No está aquí, ha resucitado!, proclamaban y celebraban. Ellos, sin saberlo, manteniendo viva la memoria del lugar, habían dado inicio a las visitas continuas que con los siglos se transformaron en verdaderas peregrinaciones. El cristiano de occidente quería visitar la tierra de Jesús, pero sobre todo quería ir a besar el lugar de la Vida (¡con mayúscula!), el lugar de la Resurrección.

Veinte siglos después, cuando el mundo se muestra desmadejado, con visos de estar desnortado, como sin rumbo, en un espectáculo continuo de incertidumbre más que de certezas y de esperanzas, el Santo Sepulcro sigue siendo visitado por miles, ¡por millones! de personas.

Para los creyentes debería ser, sin duda, un motivo de serena alegría. Parecería que en esta triste imagen del mundo al que nos asomamos diariamente, la luz de la Resurrección de Jesús tuviera un brillo especial. Los creyentes así lo creemos, así lo confesamos y así lo proclamamos, pero…. El Santo Sepulcro de Jerusalén dista mucho de ser un lugar de esperanza luminosa.

Ayer llegaba de Jerusalén de guiar una peregrinación; lo que voy a contar sucedía el lunes por la mañana, veinte de mayo de dos mil trece. Yo acabada de dar unas pinceladas de la historia del Santo Sepulcro (su ubicación, sus destrucciones y construcciones repetidas) pero sobre todo les invitaba a depositar un beso amoroso y creyente en la losa poniendo el corazón en Cristo Resucitado. Los peregrinos se pusieron de forma ordenada y seria en la fila, esperando este momento. Yo permanecía fuera, observando todo lo que por allí pasaba.

Se me acercó un joven de unos veintipocos años, con pintas de europeo despistado y me preguntó en inglés (¡deben verme a mi cara de que yo hable inglés!) que qué era aquello para que tanta gente estuviera haciendo fila para entrar. Yo pensé… «ya estamos aquí como en el caso del neoyorkino» (recuerden los lectores de este «blog» que hace poco escribí un «post» con este título). Cuando le dije que era el lugar de la «resurrección de Jesús» me miró con cara de no tener cara, de no tener gestos, ni de aprobación, ni de admiración, ni de alegría ni de nada… Ni se asustó, ni se emocionó, ni articuló palabra. Yo me lancé con mis pinitos en la lengua de Shakespeare: where are you from? («de dónde es usted»). Me dijo, « I’m sweden» (Soy sueco). Con sorna puedo decir, que entonces entendí eso que decimos cuando decimos «hacerse el sueco». ¡Qué rostro más inexpresivo! Con tristeza puedo decir que a ese joven sueco, la resurrección de Cristo…. No le importaba absolutamente nada.

Más triste aún fue la segunda anécdota. Entre las filas prietas de los peregrinos a los que acompañaba se coló una joven británica. Al salir, una de las peregrinas me comentó entre sorprendida e indignada: «¿a qué no sabes qué me ha pasado? El qué, le dije: «que la inglesita que iba delante de mí, se sentó en el sepulcro, como si fuera un poyo, y me pidió que le hiciera una foto».  Añadió, «pero ¿esa mujer sabía dónde estaba?» Es verdad, la vida religiosa está hecha de palabras, de confesiones, de adhesiones, de tomas de posturas… ¡y de gestos! Hay gestos que se comentan por sí solos.

La tercera anécdota de esta mañana ante la «capillita» que esconde en su interior la Tumba Vacía de Cristo aumenta en tristeza; creo que llega al escándalo de una persona de bien. Precedía al grupo de españoles (zaragozanos principalmente con peregrinos de otros sitios, catalanes, salmantinos, navarros, madrileños etc.) un grupo de ortodoxos rusos, probablemente ucranianos. Para el que no haya estado nunca allí le explicaré que es tanta la gente que se pone en la fila que hay que guardar necesariamente un orden (nadie pone objeciones). Da paso a los peregrinos un joven clérigo de la Iglesia Ortodoxa griega: pelos largos recogidos en un moño; barbas largas poco cuidadas; sotana negra hasta los pies; un gorrito pequeño, también negro, que se ciñe a su cabeza. Gestos bruscos, sin comentar nada. Sólo dice «stop» cuando pasan cinco o seis, y luego «quickly, quickly» (rápido, rápido), cuando ve que el peregrino se entretiene  y se resiste a salir. Yo estaba apoyado en la valla metálica que separa la fila de peregrinos del resto que por allí deambula; delante de mí no había nadie. Vi cómo una mujer entregaba al clérigo ortodoxo un papel escrito, y un billete de un dólar; luego, la siguiente, otro papel con dos billetes de dólar, luego otra con un billete de cinco dólares… así casi todas. Digo casi, porque algunos no entregaban nada y también pasaban. El clérigo cogía papeles y donativos con una destreza que muchos taquilleros de espectáculos querrían. Rápidamente pensé: «serán peticiones de oraciones acompañadas de un donativo», porque todas las mujeres entregaban un papel en el que se adivinaban nombres, palabras… y las cantidades eran distintas… Luego, me dije a mí mismo «no; ni esta es la manera, ni este es el sitio». Que las comunidades, congregaciones e instituciones religiosas necesitan ingresos para vivir, nadie con dos dedos de frente lo podrá discutir. Pero hay sitios, hay formas… y hay modos que se incapacitan por sí mismos. ¡Ay del Santo Sepulcro! ¡Ay de la Tumba Vacía! ¡Ay de una religión que no sabe presentarse con frescura y hermosura limpia ante este mundo!

No sé si ahora el lector comprenderá mejor el título de este artículo. Hace muchos años, entre 1981 y 1987, hubo una serie de gran éxito en televisión que llevaba por título «Canción triste (blues) de Hill Street»; el «blues» es un género musical que significa «melancolía» o «tristeza».  Esa fue la sensación que me produjo la visita al Santo Sepulcro. De todas formas, nos queda lo importante, «la Tumba está vacía»; «Cristo está vivo», y eso nadie nos lo podrá arrebatar.

Pedro Ignacio Fraile Yécora.

Jerusalén 20 de Mayo de 2013

Sintonía, despojo, fragilidad y sentido


            Cada vez con más frecuencia se publicitan propuestas de introducirse en el mundo de la interioridad. Unas son cristianas y otras no; unas son abiertas a Dios, y otras panteístas; unas son búsquedas personales del Dios Padre de Jesús «en mí» y otras son búsquedas de «mí mismo» sin referencias religiosas. Todas pretenden recuperar ese espacio del «hombre que va conmigo» en palabras de Machado; de ese «otro interior» que nos conoce y al que no siempre tenemos un acceso claro y sereno, como nos dice la psicología y la espiritualidad.
            Muchas veces he comentado que el viaje a Tierra Santa es una peregrinación externa, pero puede ser, y lo es en muchas ocasiones, una «peregrinación interior». Acabo de llegar de Tierra Santa con un grupo formado en su gran mayoría con buena gente y buenos cristianos, de Zaragoza junto con personas de otros lugares. Solo quiero ser transmisor mudo de lo que he visto.
            Comenzamos en esta ocasión por Galilea, en el entorno del Lago. Allí donde Jesús, una vez bautizado, se acercó a un grupo de pescadores. El mensaje de Jesús es muy sencillo, lo entienden todos: semillas que se siembran, brotan y dan más o menos fruto; una barca; hay pesca o no hay pesca; para pescar hay que meterse en el agua y trabajar duro, y lucha contras las inclemencias del tiempo. Enfermos, marginados, labores, vida de familias, cosas del pueblo,  en Cafarnaún. Jesús se va al monte y ora en soledad. Después, con el corazón desbordado, les parte el pan y proclama las bienaventuranzas. La compasión le mueve por dentro. Llegan las noticias a Jerusalén, pero en Galilea Jesús se siente libre, muy libre. El peregrino, el que mira el fondo de su vida interior, se siente muy identificado con Jesús: «alguien puso en mí la semilla de la fe»; «yo también me he sentido llamado»; «en más de una ocasión he tenido miedo como los discípulos»; «me gusta ir con Jesús por los caminos y anunciar buenas noticias»; «las bienaventuranzas que proclama Jesús siguen siendo insuperables…». En el Tabor también decimos con Pedro, «qué bien se está aquí». Es la etapa de la sintonía. Queremos ser discípulos.
            Jesús solía bajar a Jerusalén por las fiestas. Principalmente por la de Pascua, si bien san Juan insiste en que bajaba también en la de los Tabernáculos. Lo más probable es que fuera por el otro lado del Jordán (tierra más fresca para el viaje y lugar propiedad de Herodes) y que evitara cruzar por Samaría. Además, en varias ocasiones vemos cómo Jesús cruza Jericó, que está en este camino. En el entorno de Jericó, allí donde se remansa el Jordán y se une al Mar Muerto, se sitúa el bautismo de Jesús por Juan. Si seguimos la vida de Jesús, sabemos que se hizo bautizar en solidaridad con los pecadores, no porque él fuera pecador, antes de comenzar su misión. Bautismo no de conversión, pues el punto inicial de partida es que los presentes ya estamos bautizados. ¿Entonces qué? Bautismo de coherencia, de renovación, de inicio, de miradas a nuestra vida: ¿quién no ha vivido en más de una ocasión de forma incoherente con la fe que profesa? ¿Queréis renovar, en madurez y libertad, vuestra humilde decisión de vivir unidos a la persona de Cristo Salvador? ¿Os queréis dejar abrazar –configurar- por la vida, muerte y resurrección de Cristo? El peregrino, en un gesto sincero, se acerca al agua y renueva el bautismo con el que un día nacieron en las aguas bautismales. Aparece el despojo necesario de la vida que no nos gusta, de lo que no nos deja vivir en libertad como cristianos, para recuperar de nuevo la alegría de la fe bautismal. Dos peregrinas ponen en nuestro cuello una crucecita de madera que nadie se volverá a quitar ya hasta el final de la peregrinación.
            Jericó tiene mucho que comentar; a veces nos paramos junto a un sicómoro para recordar a Zaqueo, el hombre que daba culto al dinero y a la corrupción, pero que fue transformado por la mirada, la acogida misericordiosa y el amor de Jesús. También recordamos al ciego del camino, y también la parábola del «buen samaritano», que escuchada poniendo la mirada en los montes de piedra y polvo, entra en el corazón de otra manera. Sin embargo, Jericó no es el punto de llegada, sino que debemos «subir a Jerusalén». Jerusalén es la «ciudad santa». ¡No! Jerusalén es la ciudad «tres veces santa», para judíos, cristianos y musulmanes. Aunque sea por motivos distintos: para los judíos es el lugar donde la Gloria de Dios se ha hecho presente en el Templo, una Gloria que sigue vigente; para los cristianos es el lugar de la muerte, resurrección y ascensión de Jesús; para los musulmanes es la tercera ciudad santa, después de Medina y La Meca.
            En Jerusalén el peregrino, al punto de la mañana, entra en la Basílica de las Naciones, en Getsemaní. No hay nadie porque aún es pronto. La roca donde lloró goterones de sangre el Señor Jesús está ante nosotros: de rodillas, con las manos o la cabeza puestas sobre la roca, cada uno de los presentes recuerda sus momentos de Getsemaní. Sé de historias reales de padres/madres que lloran al hijo muerto en accidente de tráfico o por la droga; de cánceres terminales; de familias rotas en mil pedazos etc. Todos tenemos nuestro «Getsemaní» personal, intransferible. El dolor habita en nosotros, y tenemos que darle un sentido para poder sobrevivir de forma humana. La vida interior no ignora el sufrimiento, pero tampoco  lo pone como explicación de todo.
            El peregrino pasa a la Gruta del Prendimiento, donde Judas besó a Jesús y lo entregó. El discípulo experimenta su fragilidad porque sabe que en momentos de frustración, cuando sus expectativas no coinciden con la realidad, también ve cómo aflora en él la traición ¡incluso justificarla! La vida interior sabe de frustraciones de proyectos, de malos planteamientos que no acaban bien. Judas esperaba otra cosa de Jesús… y no dudó en entregarlo porque pudo más su soberbia sin entrañas que su apertura de corazón.
            Pasamos por la Casa de Caifás (el Galli Cantu). Aquí el peregrino se derrumba. Recordamos a Pedro en Galilea: «Tú eres el Mesías», y también «¿A dónde iremos, si solo tú tienes palabras de vida eterna?». Un poco antes de la Pascua Pedro había dicho «no te abandonaré jamás». Ahora, entre un grupo de siervos que no tienen derecho a sentarse en la casa, que esperan en el patio en torno a un fuego en el que matan su aburrimiento y disimulan el frío, Pedro dice que «no conoce» a «ese hombre». Ni lo conoce, ni siquiera pronuncia su nombre. Es más, ¡se enfada cuando le rodean! Perjura que no sabe quién es. De nuevo la fragilidad del discípulo. Todos nos ponemos en sintonía de debilidad en la fe…. Pero, ¿aún se puede ir más adentro? Sí. En el tercer piso, subterráneo, descendemos a lo que se conoce como la «cárcel de Jesús». Allí pudo pasar una o dos horas, las que necesitó el Sanedrín para convocar una reunión de urgencia por la noche. El sentimiento que aflora es el de «abandono» ¿Acaso Dios Padre abandona a los suyos? ¿Te has sentido abandonado por Dios? El silencio se puede cortar, sin necesidad de un «corte», porque es intenso como el frío y real como la respiración retenida.
            Rezamos el «Via crucis» y revivimos la suerte de Jesús por las calles de Jerusalén. Alcanzamos el Gólgota; estamos de nuevo solos. Besamos el lugar donde fue crucificado en nombre de la religión purista, retorcida y sin entrañas al «Amor Encarnado». En Belén contemplamos al niño débil, en la cruz al hombre crucificado. Ambos son testimonio en carne humana, del amor de Dios. Misterio que nos desborda. Todo se ha cumplido. Todo está acabado.
Silencio.
            El amor ha sido crucificado, pero, ¿ha muerto? ¿La última palabra la tiene la violencia? ¿La crueldad que se ceba con los débiles es la única palabra que podemos decir para explicar nuestro mundo? Aparece con una fuerza desbordante la luz de la Pascua. El peregrino, siguiendo su camino interior, sabe que Dios es «luz», que es «agua fresca», que es «alegría desbordante», pero que sobre todo es PADRE, que da SENTIDO PLENO a cada una de nuestras débiles existencias. Jerusalén, Belén, Galilea… ¡con Jesús!
Pedro Ignacio Fraile Yécora

(Agosto 2016)

LA NOCHE DEL "fuego santo" en Jerusalén



   
Nadie se da cuenta de los empujones, ni de las voces inconexas, ni de que el Santo Sepulcro sólo tiene una puerta de entrada y salida, ni de que la entrada a la Basílica está bloqueada por miles de personas, ni de que Jerusalén es una ciudad con callejas estrechas… Nadie de los miles de peregrinos que han  acudido un año más la noche santa del Sábado Santo, quieren perderse ver cómo el «Fuego Santo» surge del lugar donde estuvo Cristo.

«Alethinos anesthe», «verdaderamente ha resucitado». No está aquí.. ¡Es verdad! ¡No está aquí, porque Jesús no pertenece al mundo de los muertos, de lo caduco, de lo trasnochado, de la corrupción, de la decadencia, de la desaparición y de la disolución.


Jesús no es el hombre bueno, con una muerte injusta, a quien recuerdan piadosos sus discípulos. Jesús no es el recuerdo personificado de unas personas bienintencionadas. Jesús no es la fuerza que nos mueve a seguir luchando, como si de un líder se tratara.


Jesús está vivo porque el Padre le ha dado la razón, le ha exaltado, le ha glorificado. Toda la vida entregada por los demás, todas las palabras de perdón, de reconciliación, de servicio, de cariño, de esperanza… han sido certificadas por la resurrección que el Padre le ha concedido. Toda la vida entregada por los pobres, por los que no cuentan, por los pecadores, marginados, débiles y envilecidos, ha sido transformada en exaltación en La Resurrección de Cristo: vuestra vida no es inútil, sino que tiene sentido. Toda la vida humana, aparentemente condenada a la destrucción, a la aniquilación, a la desaparición, ha sido glorificada por la Resurrección de Cristo.


Esta noche del cuatro de Mayo de 2013, noche de Pascua para las Iglesias Orientales, del Santo Sepulcro de Jerusalén brota un «Fuego Santo». Es la luz de la Pascua, es el anuncio de la Resurrección y el triunfo de Cristo…


A todos los cristianos de las Iglesias orientales, ¡Felices Pascuas!. Verdaderamente ha resucitado el Señor. ¡Aleluya!, ¡Aleluya!




  


Pedro Ignacio Fraile Yécora. 5 de Mayo de 2013

DIEZ RAZONES PARA IR A TIERRA SANTA


Voy a comenzar con una anécdota graciosa que contaron en el último viaje a Tierra Santa, hace sólo una semana. Un sacerdote  de las afueras de Bilbao le preguntó a uno de feligreses más allegados: «¡Felipe, hace mucho que no te veo! ¿Dónde has estado?». El otro, todo serio, respondió: «He estado en Tierra Santa».  El sacerdote añadió gozoso: ¡Qué bien, yo voy la semana que viene! El feligrés remató la anécdota de forma magistral… «Bueno, para mí, ¡Tierra Santa es la Rioja!

Sin quitarle un ápice a la ocurrencia, sin duda ingeniosa, yo sí que quiero dar mis diez razones para ir a Tierra Santa. Unas son evidentes, otras no tanto. Tengo como pequeño proyecto para los próximos días ir detallando una a una cuáles son mis argumentos. Hoy sólo los enuncio.

1) Tierra Santa se conoce como el «quinto evangelio»: paisajes y paisanajes, escenarios, contextos... Cuando se vuelve, se lee el evangelio de otra forma.
2) Tierra Santa nos «refresca» el evangelio, muchas veces conocido, pero con frecuencia olvidado o «aparcado»: bienaventuranzas, parábolas, evangelio en estado puro…
3) Tierra Santa nos deja el regustillo de saber más del Antiguo Testamento, casi desconocido por el mundo católico en el que nos movemos: Abrahán, Jacob, Moisés, David… Todo nos suena, ¡pero qué poco sabemos!
4) Tierra Santa nos «mueve» por dentro aunque no queramos: sentimientos religiosos ahogados, recuerdos de nuestra infancia y juventud, opciones personales, nombres de personas queridas que nos vienen aunque lo queramos reprimir…
5) Tierra Santa  aclara muchas ideas sobre el origen y la identidad del cristianismo: el evangelio de Jesús no es un libro de autoayuda fuera del espacio y del tiempo; el cristianismo tiene una «matriz» cultural y religiosa semítica evidente. Negarlo es una necedad…
6) Tierra Santa nos habla de Jesús y nos habla de la Iglesia, en continuidad, no en ruptura: Nazaret, Lago de Tiberíades, Jerusalén, Cenáculo, la misión…
7) Tierra Santa es un hervidero del hecho religioso monoteísta: judíos, cristianos y musulmanes ¿qué nos une y qué nos separa? ¿El monoteísmo está muerto o tiene futuro? ¿Los monoteísmos son necesariamente exclusivistas y fanáticos? ¿Los monoteísmos son necesariamente violentos?
8) Tierra Santa es «centro» de la historia antigua, medieval y actual: Constantino, cruzadas, Estado de Israel… No se puede leer la historia de Occidente si arrancamos las páginas de lo que pasó en estos lugares 
9)  Tierra Santa nos retuerce por dentro a los «católicos latinos»: ¿por qué los ortodoxos están en Belén y en el Santo Sepulcro? ¿Qué hacen aquí los coptos, armenios, sirios? Nos damos cuenta de que tenemos mucho que aprender en cultura y en respeto
10) En Tierra Santa se llora. En casi todos los viajes, alguna persona me ha reconocido que, en algún momento, se ha apartado del grupo y se ha echado a llorar, sin que le vieran. ¡Ánimo! ¡Vamos a Tierra Santa!.
Pedro Ignacio Fraile Yécora



Primera razón: PAISAJE Y PAISANAJE

No sé a quién se le ocurrió el título de «quinto evangelio», pero sin duda fue una feliz ocurrencia. Hoy en día se repite bien como cosecha propia bien como «título feliz» para comenzar una charla o un coloquio sobre Tierra Santa. No tengo nada que objetar; es sin duda una buena adquisición; pero vayamos más adelante, no nos quedemos ahí.


En uno de los últimos viajes oí del sacerdote que nos acompañaba la expresión, no menos feliz, «paisaje y paisanaje», para referirse al país de Jesús. El paisaje es el propio del mediterráneo: olivos, vid e higuera son los tres árboles que un buen israelita debe cultivar. A los tres podemos añadir los campos de cereal, y los ganados principalmente ovinos. No es difícil para el guía hacer caer en la cuenta de esos textos evangélicos que tan bien conocemos: «salió el sembrador a sembrar, y parte cayó en camino, entre zarzas o en tierra buena…»; o «Jesús tuvo hambre y fue a una higuera a comer». Más aún, Jesús dice «Yo soy el buen pastor que da la vida por las ovejas», o también «yo soy la vid verdadera». Esto, sin embargo, no emociona ni llama poderosamente la atención. Lo más «llamativo», lo que más llega al corazón del peregrino, es el Lago de Tiberíades y el poblado de Nazaret. El primero engancha, como si de un imán se tratara. Unos dicen: «El lago, donde predicó Jesús». Otros, «estamos viendo el mismo paisaje que vio Jesús, sin que nadie lo haya cambiado». Otros se imaginan a Jesús en la barca de Pedro y a los habitantes del lugar corriendo la voz diciendo hacia dónde se dirigía el maestro. El segundo paisaje que más llega es el poblado de cuevas de Nazaret. Después de recordar que Nazaret era una población desconocida en el Antiguo Testamento (no sale nunca), la atracción se vuelve sobre las cuevas. ¡Jesús, María y José vivían en unas grutas! Sí, grutas pequeñas, con una sola habitación, donde toda la familia convivía. La pobreza de Jesús no era una «pose» para quedar bien, una «puesta en escena». Jesús, María y José eran pobres, como lo eran todos los habitantes de Nazaret. Recordamos a Natanael de Caná, cuando escéptico pregunta: ¿de Nazaret puede salir algo bueno?


El segundo término, «paisanaje», evoca rostros, historias, memorias, identidades mezcladas y decantadas con dolor y orgullo en la misma medida. ¿Quiénes son los habitantes que nos encontramos cara a cara? ¿Qué queda hoy de los habitantes de Galilea, de los paisanos de Jesús, tras múltiples guerras, destrucciones, mezclas de población, deportaciones y emigraciones? Primero, con la población autóctona galilea, se mezclaron los romanos con sus tropas mercenarias de todo el mediterráneo; luego vinieron los brillantes y exquisitos bizantinos, con los oropeles de Constantinopla; de su mano, los armenios de las montañas del Cáucaso. Más tarde las tropas musulmanas de los califas del desierto de Arabia, incorporando el árabe como lengua y el Islam como religión expansiva; llegaron los rudos cruzados de Francia, Inglaterra, Alemania, Hungría… ¡incluso normandos! El dominio musulmán trajo a los egipcios y nubios de mano de los sultanatos fatimíes y mamelucos; los turcos impusieron durante siglos su imperio. Llegaron los griegos y los serbios con la Iglesia ortodoxa… Por fin, la omnipresente Inglaterra dejando su «impronta british» reconocida por doquier. Tras ellos la diáspora judía que regresa a Israel: judíos de Rusia, de Argentina, de Marruecos, polacos… en una lista interminable ¿Qué queda de los judíos que condenaron a muerte a Jesús? ¿Qué quedan de los habitantes de Nazaret, de Cafarnaún? 
Tierra Santa es un crisol donde se mezclan razas, costumbres, lenguas, ritos… Algunos peregrinos quieren saber quiénes son los «verdaderos palestinos», los que tienen «pedigrí», como si de un ejercicio de pureza racial, de reivindicación de legitimidad se tratara. El camino que quieren seguir es el de la «pureza límpida, incontaminada, íntegra, reluciente». Sin embargo, en Tierra Santa se aprende que esta no es la pregunta, ¿quiénes son los descendientes de los galileos y belemitas de la época de Jesús?. Jesús es para todos. Jesús disfrutaría viendo a tanta gente de tantas razas y culturas. La humanidad es Adán. Adán es la humanidad. Cristo es el Nuevo Adán. Cristo no rechaza, sino que abraza a esta gran humanidad, que es la suya.


SEGUNDA RAZÓN PARA IR  A TIERRA

SANTA: BIENAVENTURANZAS 

Y PARÁBOLAS

Muchas veces   cuando nos presentamos como «cristianos» en un grupo que no tiene por qué serlo, vemos cómo alguien interviene o se queda con las ganas de decir: «pues la Iglesia…». No dicen «yo creo que Jesús…», o «para mí el Evangelio…» sino que directamente apuntan a la Iglesia. En el fondo hay una conciencia de que ser cristiano tiene que ver con la Iglesia, pero ¿por qué no se refieren a Jesús o a su evangelio? Creo, sinceramente, que es muy difícil que alguien que haya leído el evangelio o que haya tenido un mínimo de acercamiento a Jesús se sienta indignado, molesto o reacio con él. Yo soy católico, y mi credo es el credo de la Iglesia católica; me «duele la Iglesia»… pero también soy consciente de la dificultad que estoy presentando. Para recuperar el sentido de «Iglesia de Jesús», hay que volver a Jesús y a su evangelio. Un viaje o peregrinación a Tierra Santa dan buena cuenta de ello.
 Es bien sabido que Jesús no «daba conferencias» ni «sermoneaba»; por eso, cuando hablamos del «Sermón de la montaña», hay que tomar las debidas precauciones evitando asimilarlo a «rollo» o «chapa», como se dice hoy. Jesús sin duda se sirvió de las «bienaventuranzas», una forma de hablar conocida en aquella época, para meterse en el corazón de los oyentes: «bienaventurados los pobres, los que lloran, los pacíficos…» y añadía «porque sois los favoritos de Dios; porque Dios será vuestra riqueza…» La gente sencilla se quedaba «tocada»: ¡esto es nuevo!, ¡esto nadie lo había dicho antes! Jesús hablaba de Dios; nadie lo duda; pero lo hacía de forma que la gente quería que le hablaran de Dios. Es como si le dijeran, «Jesús, háblanos de Dios».  Luego, san Mateo se imagina una proclamación solemne de todas juntas y seguidas, con la gente echada a los pies de Jesús, en la cima de una montaña. Cuando vamos al Lago y subimos al Santuario de las Bienaventuranzas, todos nos vamos con el corazón y con la mente a las palabras de Jesús que nos dice: «¿Eres feliz?» ¿«qué necesitas para ser feliz»? ¿«qué te sobra para ser feliz»? ¿«Necesitas a Dios para ser feliz»? Y vuelves a oír, como si de la primera vez se tratara, una a una, todas las bienaventuranzas de Jesús. Allí, junto al lago, te pasa la vida como si de una película se tratara.

Jesús no «sermoneaba» y tampoco ponía adivinanzas a la gente. Hablaba de forma muy sencilla, para que lo entendiesen todos: «el Reino de Dios se parece a un hombre que salió a sembrar; o a un hombre que encontró un tesoro…». Campos sembrados se pueden ver en todas partes, sin necesidad de ir a Tierra Santa;  que los tesoros son deseados es también muy compresible. Cuando se va a Tierra Santa sorprende la sencillez de los ejemplos que ponía Jesús y cómo arrastraba a todos: ¿dónde residía la autoridad de su palabra? ¿Qué decía de extraordinario? ¿Por qué esas imágenes eran tan poderosas entonces y no lo parecen ser ahora? El evangelio se presenta no como algo sabido, como un texto «aparcado» en nuestra memoria, sino como un continuo despertar de preguntas, como un desinhibidor de sentimientos, como un despertador de nuestra conciencia religiosa más adormecida. Puede ser que algunos no necesiten esta agitación interior para recuperar las páginas evangélicas, pero sin duda para muchos de nosotros el viaje a Tierra Santa no sólo es un estímulo, sino un verdadero agitador y motor interior.

Tercera razón: LA HISTORIA DE NUESTROS PADRES EN LA FE
  
«Lo mejor es enemigo de lo bueno»; dice una sentencia popular. Nosotros podríamos matizarla con un «a veces»; pero como expresión de una verdad repetida generación tras generación, la damos por buena. Así comenzamos la «tercera razón» para ir a Tierra Santa. «Lo mejor» es conocer el Antiguo Testamento; «lo bueno» es conocer la «Historia sagrada».  Hace ya muchos años se suprimió la «Historia Sagrada» del mundo catequético («lo bueno»), en aras de una lectura personal y consciente del Antiguo Testamento («lo mejor»). Hoy nos encontramos con generaciones de jóvenes, y no tan jóvenes, que no saben nada de Moisés, de Abrahán, de David o de Jacob.  Bueno, me dirán algunos: ¿para ser cristianos hay que saber quiénes eran o qué hicieron estos personajes?  ¡Nosotros somos cristianos, no judíos! Vayamos más lejos: ¡nuestra fe está lastrada por el «judeocristianismo»; así nunca va a despegar; basta ya del judaísmo y quedémonos sólo con el evangelio de Jesús! Supongo que alguno de nuestros lectores se verá reflejado en estas expresiones.
            No voy a justificar el Antiguo Testamento, que por  otra parte se justifica solo. Digamos, por ejemplo, que presumimos de saber de literatura en castellano sin querer leer «Don Quijote de la Mancha»; lo diremos, pero es un «bluff» como la copa de un pino. Podemos presumir de que nos encanta San Juan de la Cruz, menospreciando el Cantar de los Cantares; ¡necedad de necedades! Podemos hacer un discurso sobre la libertad de Jesús con las normas sobre la pureza y sobre el sábado, desconociendo qué dice la Escritura judía, ¡valiente arrogancia! Es más, nos atrevemos a explicar por qué Jesús es el Mesías, desconociendo cuáles son las promesas y las expectativas mesiánicas del pueblo de Israel; o también, queremos explicar la Eucaristía desconectándola de las fiestas de la Pascua… Alguno dirá, «pues se puede explicar a Jesús sin el Antiguo Testamento»; los sensatos dirán… «tarea más que ardua ¡imposible!».  No podemos explicar el Islam sin la matriz donde nació y sin referirnos a Mahoma; no podemos explicar a Jesús y su misión sin meternos en el mundo donde nació y vivió; el mundo que le juzgó y le condenó.
            Por este camino podríamos ir más lejos: ¿cómo explicar la única alianza de Dios que comienza con la creación y culmina con Cristo? ¿Cómo explicar la única historia de la salvación que se lleva adelante, desde Abrahán, el padre de los creyentes, que se manifiesta en plenitud en la cruz y resurrección de Jesús y que hoy se sigue haciendo realidad en el corazón del mundo? ¿Cómo explicar una «historia de liberación» sin el Éxodo, o la «historia como camino» sin los patriarcas, o la «Tierra prometida» sin el desierto, o el sentido de pueblo de Dios sin Jacob, o el mesianismo sin David?
            A la par que se habla de Jesús, en el Viaje a Tierra Santa se recuerda la entrada en la Tierra Prometida cuando se visita Jericó; al entrar en Jerusalén se canta el salmo de alegría como hacían los peregrinos; en la ciudad santa se hace memoria del rey Mesías David y desde el Monte de los Olivos se llora por la ciudad como hicieron los profetas. Un «curso intensivo» de Antiguo Testamento para recordar, comprender y empapar el corazón del curioso intelectual, pero sobre todo del creyente.
Pedro Ignacio Fraile Yécora.






Cuarta razón: BESO ALARGADO, ABRAZO INTENSO, ALEGRÍA DESBORDANTE


Hace muchos años D. Ramón Búa Otero, a la sazón Obispo de Tarazona, recientemente fallecido, se servía en una homilía de la imagen de las brasas para explicar la fe adormecida de muchas personas. Las brasas, decía, parece que están apagadas; pero si soplas, si las remueves, si tienes paciencia y un poco de dedicación, de aquellos tizones y cenizas puede brotar de nuevo un fuego vivo, intenso,  extensivo, abrasador… También la fe, decía, a veces está conservada bajo brasas sólo aparentemente apagadas… Hay que soplar, hay, que esperar, hay que tener paciencia, hay que creer que el fuego se puede reavivar.

            La fe no se puede reducir a un «sentimiento», a una «sensación» o a un «gusto personal». Esto forma parte del ‘a,e,i,o,u’ de la teología;  sin embargo la fe se expresa y se vive de forma sentimental. La fe no es un sentimiento porque no depende del variable estado anímico de la persona: es como si dijéramos, ‘cuando estoy deprimido, triste, mal, tengo menos fe’ y ‘cuando estoy optimista, alegre, positivo, tengo más fe’. Tampoco se puede reducir al mundo de las sensaciones: ‘creo porque me hace sentirme bien conmigo mismo, porque me da paz, serenidad’; ni mucho menos al juicio de valor de nuestras aprobaciones: ‘esta afirmación de la fe me gusta o no me gusta’; como si la fe de la Iglesia tuviera que ver con nuestra aprobación o nuestro consenso, siempre sometido a las opciones personales y al devenir de la cultura dominante. Sin embargo, y esto es muy importante, la fe se expresa con sentimientos porque tiene que ver con la persona, con la vida, con la experiencia, con la memoria: sentimientos de alegría desbordante, o de tristeza; de gritos de horror o de serenidad; de paz interior o de lucha; de agradecimiento o de petición de cuentas. La fe cristiana, por ser humana, expresa la vida personal, diaria, combativa, que quiere vivir, y expresa nuestra vida con Dios.

            El viaje a Tierra Santa hace que afloren múltiples sentimientos que puede ser que tengamos reprimidos: lloramos en la travesía del barco por el Lago de Tiberíades, haciendo presentes las palabras de Jesús: «ven y sígueme». Nos emocionamos al besar el lugar del nacimiento de Jesús, en la pobreza de la cueva, o besando el lugar de su muerte, en la roca del Gólgota; o como María Magdalena besamos la tumba vacía, y decimos: «verdaderamente ha resucitado». Repetimos un «sí»  profundo, intenso, claro, rotundo, nítido, a la vez que ensanchamos el pecho… con María en Nazaret.


Lloramos nuestras ‘pequeñas traiciones’, nuestros «noes», con Pedro en la Basílica del Galli Cantu. Nos sentimos discípulos predilectos de Jesús cuando, en la gruta del Pater Noster, rezamos con las palabras que Jesús nos enseñó. No quisiéramos levantarnos de la piedra de Getsemaní cuando apoyamos la cabeza y pasa la película de nuestros sufrimientos personales, familiares, y nos queremos hacer uno solo con Jesús. Es mi Getsemaní; es mi respuesta a la llamada de Jesús; es mi ‘sí’ con María; son mis ‘noes’ como Pedro; es mi oración con Jesús.

No  son «sentimientos religiosos blandos», como si la fe fuera un «sentimentalismo» adolescente, no. Se trata de «sentir con Jesús»; de dejar que la fe se exprese en canto sereno o en lamento sincero;  en beso alargado o en abrazo intenso; en ojos cerrados con lágrimas a la vez que parece que se quiere salir el corazón. Tierra Santa mueve y remueve; aunque no queramos.


Pedro Ignacio Fraile


Quinta razón: ¿PLÁSTICO O PLATA?

Me ha costado encontrar un titular de esta «quinta razón para ir a Tierra Santa». Busco un contraste fuerte, rotundo, claro, que no deje espacio a la duda. Lo he intentado primero con el mundo de la alimentación y he pensado ¿choped o jamón de jabugo? La idea no está mal, pero me parece un poco chabacana para ilustrar nuestra reflexión. He pasado al mundo del arte, pero ¿cómo comparar artistas y autores de  tendencias literarias diversas y contraponerlas en extremos opuestos? Misión imposible. Después de repasar otras posibilidades, me he quedado con esta que me parece apropiada a la vez que sugerente gracias a la repetición homofónica del fonema «pla».

  La otra noche, cenando con unos amigos, salió el tema de los «libros de autoyuda». Uno de ellos decía que había leído varios, que en un momento de su vida le habían servido, pero que hoy le «sabían» a poco; que él «buscaba» más, que «necesitaba» más. Sin querer estaba poniendo las bases de su diagnóstico: los verbos «saber/saborear», «buscar» y «necesitar». El ser humano, constitutivamente hablando, está creado para «saborear» las cosas gustosas de la vida; en su ADN lleva grabado el «buscar» respuestas que le satisfagan; es un ser «necesitado» de una luz que no proviene de él. Somos soñadores de sueños posibles; exploradores de mundos reales; llevamos la semilla de Dios en nuestro corazón.

El ser humano no puede conformarse con libros que le «ayuden» a conocerse un poco más; el ser humano necesita mirar más alto, traspasar los límites de las evidencias; bucear en lo que somos y buscar el sentido de lo que hacemos, de lo que nos mueve. Somos «buscadores» insaciables del misterio que está encerrado en nosotros mismos y del misterio de amor que es Dios. Entre conformarse con conocer un poco mejor nuestras reacciones psicológicas y nuestros comportamientos sociales y ponerse cara a cara con Dios, no hay color. Dicho de otra forma: no nos conformamos con el choped, estamos creados para gustar el jamón; o fuera de las comparaciones culinarias, entre el plástico y la plata, no hay  posibilidad de elección.
            Pasemos a la Tierra Santa. No faltan quienes reducen lo religioso a su pequeño mundo, particular, único: «es mi experiencia», «es mi verdad», «la mía, la que me vale a mí». Parecería que la experiencia religiosa estuviera reñida con la historia, con la tierra. Sin embargo, también pertenece al mundo del «a,e,i,o,u» de la teología que la fe cristiana se caracteriza por la «encarnación». Creemos en un Dios que se mete en la historia y lo hace con todas las consecuencias. El que se embarra se mancha de barro; Dios se embarra. El que vive una vida humana, experimenta el olor y el hedor de lo humano; Dios se «enhumana». Para los cristianos, la tierra, el paisaje, lo humano, no es una dificultad para creer, sino que es el lugar de la teología. Para hacer teología hay que preguntarse por el hombre, por la antropología; para comprender la antropología hay que preguntarse por Dios, por la teología.
            Cuando nos metemos en la Sagrada Escritura leemos la historia de la condición humana con sus éxitos, pero también con sus miserias de todo tipo. Dios salva este «ser humano real». Cuando vamos a Tierra Santa vemos que Jesús no nació «en el aire», sino en una cultura y en una sociedad: en la cultura hebrea y en la sociedad judía del siglo I antes de nuestra era común. Jesús era, por medio natural, un hombre del mediterráneo;  por condición racial, heredero de los semitas; su identidad era la forjada en siglos de historia por el pueblo judío.
            La fe cristiana no nace de una experiencia de autoayuda, si bien pone lo humano en el fundamento y en el centro. La fe cristiana nace de un «acontecimiento» histórico. Cuanto más ahondemos en él, mejor sabremos comprender la riqueza del evangelio. ¿Plástico o plata? Que cada uno elija.

Pedro Ignacio Fraile Yécora.





Sexta razón:

JESÚS SÍ... IGLESIA  TAMBIÉN 

    Las relaciones entre Jesús y la Iglesia han pasado por distintas etapas. Hace ya muchos un señor francés acuñó una frase que se ha ido repitiendo de boca en boca entre los leídos: «Jesús anunció el Reinó, y salió la Iglesia». Lejos de perderse entre páginas de libros en oscuras bibliotecas, su afirmación se fue repitiendo como si de un mantra se tratara. Aquel hombre había sentado las bases a una oposición casi insuperable. Muchos años después, cuando él ya había muerto, se hizo popular la consecuencia de esta sentencia: «Jesús, sí, Iglesia no». Ya no eran los leídos quienes hacían esta afirmación, sino gente de todo tipo que quería adherirse al «hombre Jesús», a sus propuestas éticas y a su noble mensaje, pero mostraba su descontento, incluso su desapego afectivo y  a veces efectivo con la Iglesia.

            Los «pensadores de la teoría religiosa» (no sé si existe esta categoría; sólo quiero evitar la palabra «teólogos», porque no es lo mismo), se sirvieron de dos términos sociológicos para expresar esta realidad. Acuñaron los términos «continuidad» y «ruptura» para hablar de Jesús y la Iglesia: ¿Entre Jesús y la Iglesia hay «continuidad» o «ruptura»? En «román paladino», para que nos entendamos todos, con el lenguaje de a pie de calle: ¿Jesús fundó la Iglesia o la Iglesia nació como una nuevo grupo interno del judaísmo a partir de la persona y del mensaje novedoso de Jesús? Nos ponemos a sudar; nos remangamos; sacamos nuestros mejores argumentos y desenvainamos el florete para pelear en un arduo y difícil combate de esgrima.

He de decir, a costa de que algunos se molesten (ya me ha pasado en varias ocasiones defendiendo este mismo argumento), que para mí el problema hoy no es sólo el «no» que muchos dicen a la Iglesia, sino el «no» que cada vez más se dice a Jesucristo. Con Jesucristo está pasando algo distinto que con la Iglesia: se le reconoce su altísimo valor moral, la calidad inigualable de su mensaje, la coherencia de su vida… pero se le relega al «club de los hombres buenos». No se le da más categoría humana que a Gandhi y su «no violencia activa»; su valor histórico y su influencia en la historia es comparable al de Mahoma… Poco más. Sé que no gusta oír esto, pero ya está dicho. No es lo que yo pienso de Jesús, pues soy creyente y lo confieso como «Señor» (Jesús-Kyrios), como «Salvador» (Jesús-Soter), como Mesías-Ungido (Jesús-Cristós); sólo digo en voz alta lo que percibo que está pasando en nuestra sociedad. Soy notario de una situación real, no soy teórico de una nueva propuesta sobre Jesús y la Iglesia.

Ya tenemos el «pensamiento antiguo» (los años 80 y 90 son del pasado) que afirma: «Jesús sí, Iglesia no»; y ya tenemos el «pensamiento contemporáneo» que dice «suavemente», sin ganas de hacer sangre, como quien no quiere ofender: «Iglesia no, Jesús tampoco».

Decíamos en el epígrafe de esta reflexión que la sexta razón para ir a Tierra Santa es afirmar a Jesús y afirmar la Iglesia. Más claro: la continuidad entre Jesús y la Iglesia. Aquí entran en juego el uso de las preposiciones, ¡esos «conectores» lingüísticos tan odiados por los estudiantes de lenguas y tan imprescindibles! No es lo mismo decir que la Iglesia fue fundada «por» Jesús, que la Iglesia fue fundada «en» Jesús (dos preposiciones con alta carga teológica).  No es lo mismo decir que creemos «a la Iglesia» (por ejemplo cuando habla), que decir que creemos «en la Iglesia» (indicando que «estamos en ella», que pertenecemos a ella, que no nos sentimos ni fuera de ella ni extraños a ella). No es lo mismo decir que creemos «por la Iglesia», gracias a su testimonio de fe hecho presente en los santos, en los catequistas, en los creyentes de a pie; que decir que creemos «con la Iglesia», con ella, con lo que propone, con lo que presenta, con que anima, con lo que dice y con lo que sugiere… «Con ella» y no «contra ella». Por último, sin preposición, «creo la Iglesia», formando parte del «credo» que conforma nuestra fe y nos identifica como comunidad creyente.

En Tierra Santa vas a Nazaret no porque sea una «maravilla arquitectónica» o porque tenga magníficos museos… A Nazaret se va porque allí María aceptó ser la «Madre de Jesús», la «Madre del Salvador»: misterio de encarnación, sorpresa inaudita de la Anunciación, vida humana donde crece Jesús… La Iglesia lo recuerda, lo celebra, lo anuncia, lo custodia… y se deja sorprender por el misterio místico (que no mistérico) que guardan las piedras de Nazaret.

En Tierra Santa vas a Cafarnaún. Allí ves un poblado de pescadores; una casa donde se adivina que ha habido distintos cambios arquitectónicos y que ha sido habitada y usada en distintas fases de la historia; un puerto que da al lago. ¿Para qué gastar dinero e ir allí, habiendo en el mundo sitios más bonitos, más exóticos? Ahí está la clave; el peregrino no busca exotismo, sino huellas: ahí están las huellas por donde anduvo Jesús; y el creyente, la Iglesia, las busca, las conserva… Quiere saber más, quiere que aquellos restos le hablen de Jesús.

En Tierra Santa vas a Jerusalén, la «Gran ciudad tres veces santas». En este caso el «viajero con ojos de turista compulsivo» se queda con los colores y olores, con los gritos y empujones, con las calles que se pegan a las suelas y los cantos del almuédano… El peregrino cristiano quiere ir al Gólgota, al Santo Sepulcro, y allí llora la dura realidad: «Jesús murió aquí por amor, y cuánto nos queda por seguir caminando, qué lejos estamos de su mandato» al ver la separación entre los cristianos, los murmullos permanentes del Santo Sepulcro, el ir y venir de unos y otros… Jerusalén habla de Jesús… y de la Iglesia. La Iglesia de los primeros cristianos que iban desde el Cenáculo a la tumba de Jesús (hasta que llegue Constantino el Grande no se puede hablar de «Santo Sepulcro») y allí, en el lugar de la Resurrección, le daban culto. La Iglesia de los frailes franciscanos que mantuvieron vivo el lugar santo cuando ellos eran los únicos católicos de Tierra Santa  bajo dominio de los turcos… La Iglesia viva de los creyentes que hoy peregrinan no para levantar certificado de defunción, para sellar una página del libro de la historia; ni siquiera para saciar una malsana curiosidad. Los cristianos, la Iglesia, peregrinan y peregrinamos a Tierra Santa porque es el lugar donde anduvo el Señor, donde murió y resucitó, donde nacimos. ¿Algunos siguen con la pregunta? ¿Continuidad o ruptura? Yo digo: «Jesús sí, Iglesia también».

Pedro Ignacio Fraile Yécora