domingo, 5 de noviembre de 2017

ARMENIA: LA PRIMERA NACIÓN CRISTIANA



TIERRA SANTA Y ARMENIA

Cuando uno llega a Jerusalén, una de las sorpresas que le guarda la ciudad antigua, la amurallada, es precisamente esta: la ciudad se divide en cuatro barrios, y uno de ellos, junto con el «musulmán», el «judío» y el «cristiano», es el «barrio armenio». Allí tienen una hermosa catedral y un gran seminario, que provee diariamente jóvenes a la liturgia armenia de las distintas iglesias de Jerusalén y Belén; seminario donde se forman los futuros clérigos de esta antiquísima confesión cristiana.



Dicen las crónicas que cuando en el concilio de Calcedonia (año 451), cuarto concilio ecuménico donde se reflexionaba sobre la humanidad y divinidad de Cristo, las disputas se enconaron, se crearon dos grupos: unos insistían en la divinidad de Cristo; les llamaron «monofisitas», una sola naturaleza, la divina. Otros sostenían que Jesucristo es «verdadero Dios y verdadero hombre»; a estos, que representaban el sentir de la Iglesia, les llamaron «melquitas», porque esta era también la opinión del Emperador (el mélek). Los representantes de la Iglesia Armenia llegaron tarde al Concilio, se negaron a aceptar los acuerdos tomados, y se alinearon con los «monofisitas» (Iglesias de Alejandría y de Siria, principalmente).
Pero quizá lo más llamativo de los armenios en su relación con Tierra Santa es la actuación del Emperador Heraclio, noble de origen armenio, que llegó a regir los destinos de Constantinopla. Heraclio ha pasado a la historia por ser el que recuperó la Santa Cruz que había sido robada de Jerusalén por los ejércitos persas (614 d.C.), restituyéndola al Santo Sepulcro (630 d.C.). La Iglesia católica celebra esta fiesta con el título de la «Exaltación de la Santa cruz», o popularmente, la «cruz de Septiembre», para distinguirla de la fiesta de Mayo también dedicada a la cruz de Cristo.
Dicen también que Heraclio, siendo emperador, recibió una carta de un sublevado de la parte árabe de su Imperio, que se proclamaba «profeta de Dios» y que le instaba a unirse a su fe. Esta historia tiene todos los rasgos de ser apócrifa, pero sí es verdad que Mahoma hizo su Égira (622 d.C.) en los últimos años del Emperador Heraclio, armenio de nacionalidad. Como veis, argumentos no nos falta.

EL PRIMER REINO CRISTIANO DEL MUNDO

Armenia es el primer reino del mundo que se hizo cristiano. No es un mito, sino historia. El año 313 el emperador romano Constantino el Grande decidió que el cristianismo era una  «religio licita» en su imperio, que no había que perseguirla, y que podía celebrar libremente tanto su culto de forma pública, como podía también construir sus edificios. Pues bien, la fecha del bautismo del primer rey de Armenia, Tiridates III, siendo inmerso en la comunidad eclesial por San Gregorio el Iluminador, se retrotrae al año 301.


Armenia es un «exceso» de monasterios dispersos por todo el país, recónditos, coquetos, acogedores… son un lujo para el ojo con sensibilidad a la belleza. Como decía uno de los compañeros del grupo, son «una perla desconocida», a lo que otro apuntaba: «mejor aún, son un exceso de belleza». Eso sí, casi todos sin vida monástica por distintas razones, la última de ellas y no la menor, el cerca de un siglo que Armenia ha estado bajo la 'doctrina oficialmente atea de la URSS' que arrasó cualquier tipo de vida cristiana. Los desiertos monasterios, algunos de los cuales se intentan recuperar, son huellas vivas de este triste siglo XX.

«EL PAN Y LA SAL»

Quiero traer a la crónica un hermoso gesto del que fuimos testigos. Estábamos visitando un pueblecito muy pequeño cerca de la frontera con Georgia; esto es, en una zona montañosa del norte del país, en lo que la geografía llama «Transcaucasia». Nos advirtieron de que iban a cerrar la carretera de acceso al pueblo durante unos minutos porque venía el Presidente del Congreso de la República de Armenia (¡¡¡la tercera república!!!). 
Para nuestra sorpresa, le esperaba el Obispo, que había acudido al pueblo con motivo de esta visita; con él, lógicamente, estaba el párroco que iba nervioso de un sitio para otro asegurándose de que todo estaba preparado; un corito de voces blancas, formado por niñas, ensayaban en la Iglesia; en la plaza, delante del monasterio, todos los habitantes formaban con sus mejores galas: los hombres con chaquetas oscuras, pantalones de domingo, zapatos limpios y fumando con cara de que aquello era algo importante. Las mujeres con «trajes chaqueta» entallados, bolsos y zapatos de charol. Se habían puesto sus mejores galas.
No había «Guardia Civil», ni «Carabinieri», pero allí estaban esperando unos señores con cara de tener mando en plaza, con uniformes que recordaban a los generales soviéticos que hemos visto en las películas: sombreros enormes que se elevan sobre la frente y abundancia de medallas a no se sabe bien qué méritos. Entre nosotros no faltaron los comentarios. Unos decían, «parece una película italiana de los años 50»; otro decía: «no hombre, no; esto me recuerda ‘Bienvenido Mister Marshall’… No le faltaba razón. De repente, como si de un ataque imprevisto se tratara, empezaron a llegar a la plaza coches y coches a velocidad, unos detrás de otros, encabezados y escoltados por la policía. Eso sí, se pararon en el pueblo, no como en la película. Nosotros, cansado de esperar, ya estábamos subidos al autobús para que, en cuanto la comitiva alcanzara la plaza, pudiéramos emprender nuestra marcha. Bueno… y qué es eso del «pan y la sal». 



Como recibimiento en señal de bienvenida, había dos chicas jóvenes que llevaban un pan redondo; en medio de él un cuenco servía para presentar la sal. He buscado en la Biblia para ver si estábamos ante alguna costumbre de resonancia semítica, y no he encontrado nada. Luego me he puesto a indagar en la omnisciente y omnipresente ciencia de la red (léase Internet) y me he enterado de que se trata de una costumbre eslava para recibir a un personaje importante. Ahora bien… los armenios no son eslavos. Me queda la duda… ¿será tal vez una herencia de los años (casi un siglo) que Armenia ha formado parte de la URSS? ¿Será un préstamo cultural eslavo que ha pasado por «contagio» a la cultura armenia? Bueno, hummm, no está claro… De repente me acordé que en castellano, cuando a uno se le niegan hasta los derechos más fundamentales, se dice que ‘le han negado el pan y la sal’.

NOÉ Y «EL ARARAT»; MOISÉS Y «EL SINAÍ»

En los doce primeros capítulos del Génesis se nos presenta la figura de Noé en el marco más amplio del «diluvio universal». Quien más y quien menos sabe «algo» de esta historia: las aguas torrenciales, los animales, el arca, la paloma, el arco iris… La narración del Diluvio y Noé tiene «buena prensa»: se puede ver en libros para niños, impresos en camisetas infantiles, en canciones: ‘Un día Noé por el bosque se fue, y muchos animales también fueron con él…’ Lo que ni sabía, ni espera saber, es que la «historia» (entre comillas) de Noé formara parte de los ancestros donde un pueblo busca su origen.

Fue un descubrimiento cuando Zara, nuestra guía, nos explicó con normalidad, sin pestañear, que Noé encalló el arca en el monte Ararat, y que su tataranieto, Hayk, era el «fundador» del pueblo armenio. Yo apunto en mi libreta con esmero un detalle: ‘el caudillo Hayk  es hijo de Togarma’. Como soy curiosón me voy a la Biblia a ver si saco el hilo. En efecto, los hijos de Noé son tres: Sem, que dan lugar a los «semitas» (Próximo Oriente); Cam, que da lugar a los «camitas» (pueblos de Egipto y del cuerno de África) y Jafet, que es como una caja en la que caben todos nuestros antepasados de Occidente (antepasados de griegos, romanos, cretenses; es más, recordemos que tanto el nombre de Tubal, como el de Tarsis, ambos descendientes de Jafet, hacen relación directa a la península ibérica). Pues bien, Jafet es el tercer hijo de Noé; Gómer es hijo de Jafet (nieto); y Togarma es hijo de Gómer (bisnieto); lo podemos leer en Gén 10,3. Lo que ya no encuentro es al caudillo Hayk, tataranieto de Noé; pero no me importa, porque la leyenda de los orígenes de los armenios es preciosa: ¡Son descendientes directos de Noé! No proceden de los semitas como Abrahán (Gén 11,10-32). No tienen a Abrahán como «padre», tal como reclaman judíos y musulmanes.



Zara nos explica también que el monte Ararat es «sagrado» para los armenios. Nos cuenta otra preciosa historia: érase una vez un monje llamado Hakob Metsbnatsi. Estamos en el siglo IV d.C. Quería coronar el Ararat pero una y otra vez, agotado por la subida, se paraba, se dormía y tenía que emprender el regreso. En una de los intentos, dominado por el cansancio y el sueño, tuvo una visión. Un ángel se le apareció y le dijo: ‘Dios está convencido de la fe que tienes. Quiere darte un regalo para tu pueblo. Aquí tienes un trocito del «Arca de Noé» que servirá como señal de mi presencia con vosotros’. Este trocito del arca se «enseña» hoy como reliquia en el Museo de historia de Yerebán.
Le di vueltas a la cabeza, y cada vez que me paro encuentro más semejanzas. ¿No podemos establecer una comparación entre el Ararat, monte de la primera alianza, y lugar donde Noé se paró, con el monte Sinaí, también monte de la alianza? ¿No podemos hacer una comparación entre Moisés que recibe de Dios las tablas de la Ley y el monje Hakob que recibe del ángel de Dios un trocito del arca?  Son intuiciones que nos llevan a pensar cómo los pueblos narran sus orígenes; tienen sus epopeyas y sus héroes. En ambos casos hablan explícitamente de Dios e indirectamente de la alianza.
Armenia quedó grabado en mi memoria y en mi corazón. Un sitio precioso para ir y para zambullirse en la historia antigua y reciente de un pueblo que ha sobrevivido a los mil azares de la humanidad.

Pedro Ignacio Fraile Yécora.





TIERRA SANTA DESCONOCIDA: EL MONASTERIO DE SAN SABAS


Hay más de una «Tierra Santa». Los peregrinos solemos hacer un recorrido que cubre los principales lugares cristianos, pero no quiere decir que «agotemos» los tesoros que encierra el antiguo país de Canaán.
            Los historiadores y estudiosos buscan los restos de las ciudades que son nombradas en la Biblia, como si de una «carta de navegación» se tratara, unas veces con importantes resultados, y otras no: Tell Dan, Ascalón, Lakis, etc.
            Los peregrinos buscamos, más bien, las «huellas de Jesús». No lo hacemos en un afán revisionista, como si nuestra fe, debilitada o reconfortada por el paso de los años, necesitara «ver, tocar, confirmar» la tierra para creer. Tampoco lo hacemos en un afán restauracionista, buscando recomponer la «verdadera historia de Jesús». Lo hacemos porque nuestra fe nos dice que Jesús fue «humano», que nació de mujer, que sudó y lloró, y amó y gritó contra los injustos. Jesús vivió en unas cuevas familiares en Nazaret, y salió a pescar en Tiberíades, y recorrió los caminos como un viajero más, y se enfrentó a las autoridades del Templo en Jerusalén.  Lo hacemos porque el evangelio sabe de otra forma cuando el paisaje de Galilea entra en nuestros ojos sin tamices, y entendemos las parábolas del sembrador; cuando vemos la insoportable dureza del desierto de Judá e imaginamos al pobre hombre asaltado por bandidos de la parábola del «buen samaritano»; cuando vemos la insultante fertilidad del valle de Jezrael y recordamos las palabras del diablo a Jesús: «todo esto te daré, si postrándote me adoras». Los peregrinos somos «peregrinos de evangelio», «peregrinos discípulos», «peregrinos asombrados». El turista ve, hace un juicio positivo o negativo, y se marcha; el peregrino repasa por el corazón el sabor del evangelio, los rasgos de los rostros y de los nombres amados a quienes recuerda: «si pudieran venir; si hubieran visto todo esto..». El peregrino contempla y reza; el turistas aprueba o desaprueba.

Hay otras «huellas» que no son las de Jesús, sino la de los cristianos que en aquellas tierras han vivido y han florecido. Entre los muchos santos de aquellos lares, sobresale uno, llamado «Juan de Damasco», ciudad de la que era originario. El buen Juan nació cuando hacía un siglo que la conquista musulmana se había hecho con las riendas del poder en la zona. Él, de familia cristiana, era hijo de un alto funcionario del sultán de Damasco, llegando a ser también «alto funcionario» de esta Corte. Sin embargo decidió abandonar la muelle vida cortesana para refugiarse en el desierto de Judá, a las afueras de Belén, en el monasterio de San Sabas. Se ordenó sacerdote y destacó por su alta categoría intelectual. Ha pasado a la historia de la Iglesia por hacerle frente al mismísimo emperador de Constantinopla, León III, de sobrenombre «Isáurico» porque éste había decidido destruir todos los iconos de Cristo, María y de los santos. Es lo que se conoce en historia como «crisis iconoclasta» (destrucción de iconos) del s. VIII. Juan, desde su refugio en el monasterio de San Sabas, en el desierto de Belén, se le enfrentó con arrojo y argumentos. Sabemos que al final las tesis de Juan de Damasco prevalecieron sobre las del emperador y el culto a los iconos se restauró. Juan ha pasado  a la Iglesia como santo, con el nombre de «San Juan Damasceno», descansando tras su muerte en el convento de san Sabas.

No es fácil ir allí porque la carretera es infernal. Está fuera de los «circuitos» normales. Hoy es un monasterio ortodoxo de rigurosa observancia: no pueden entrar ni mujeres ni católicos. El que os escribe sólo ha podido ir tres veces. La primera con mi buen y recordado José Antonio Marín, amigo sacerdote, acompañados por Dani; pudimos entrar porque dijimos que éramos «ortodoxos»; fue una visita muy rápida, con un monje que nos miraba con desconfianza. La segunda, en un curso de guías, con el recordado Javier Velasco, también fallecido, fue imposible la entrada porque dijeron que éramos «católicos».
La tercera, acompañados de nuevo por mis amigos Dani y Txetxu, sacerdote de Vitoria, en la foto conmigo, fue ya en horas intempestivas para una vida monástica.
Lo dicho… hay que conocer otros muchos lugares de Tierra Santa. ¡Hay que volver a Tierra Santa! No una, sino más veces… y conocer las huellas de Jesús y de los cristianos.

Pedro Ignacio Fraile Yécora