ESPIRITUALIDAD DEL PEREGRINO

  Sintonía, despojo, fragilidad y sentido


Cada vez con más frecuencia se publicitan propuestas de introducirse en el mundo de la interioridad. Unas son cristianas y otras no; unas son abiertas a Dios, y otras panteístas; unas son búsquedas personales del Dios Padre de Jesús «en mí» y otras son búsquedas de «mí mismo» sin referencias religiosas. Todas pretenden recuperar ese espacio del «hombre que va conmigo» en palabras de Machado; de ese «otro interior» que nos conoce y al que no siempre tenemos un acceso claro y sereno, como nos dice la psicología y la espiritualidad.
            Muchas veces he comentado que el viaje a Tierra Santa es una peregrinación externa, pero puede ser, y lo es en muchas ocasiones, una «peregrinación interior». Acabo de llegar de Tierra Santa con un grupo formado en su gran mayoría con buena gente y buenos cristianos, de Zaragoza junto con personas de otros lugares. Solo quiero ser transmisor mudo de lo que he visto.
            Comenzamos en esta ocasión por Galilea, en el entorno del Lago. Allí donde Jesús, una vez bautizado, se acercó a un grupo de pescadores. El mensaje de Jesús es muy sencillo, lo entienden todos: semillas que se siembran, brotan y dan más o menos fruto; una barca; hay pesca o no hay pesca; para pescar hay que meterse en el agua y trabajar duro, y lucha contras las inclemencias del tiempo. Enfermos, marginados, labores, vida de familias, cosas del pueblo,  en Cafarnaún. Jesús se va al monte y ora en soledad. Después, con el corazón desbordado, les parte el pan y proclama las bienaventuranzas. La compasión le mueve por dentro. Llegan las noticias a Jerusalén, pero en Galilea Jesús se siente libre, muy libre. El peregrino, el que mira el fondo de su vida interior, se siente muy identificado con Jesús: «alguien puso en mí la semilla de la fe»; «yo también me he sentido llamado»; «en más de una ocasión he tenido miedo como los discípulos»; «me gusta ir con Jesús por los caminos y anunciar buenas noticias»; «las bienaventuranzas que proclama Jesús siguen siendo insuperables…». En el Tabor también decimos con Pedro, «qué bien se está aquí». Es la etapa de la sintonía. Queremos ser discípulos.
            Jesús solía bajar a Jerusalén por las fiestas. Principalmente por la de Pascua, si bien san Juan insiste en que bajaba también en la de los Tabernáculos. Lo más probable es que fuera por el otro lado del Jordán (tierra más fresca para el viaje y lugar propiedad de Herodes) y que evitara cruzar por Samaría. Además, en varias ocasiones vemos cómo Jesús cruza Jericó, que está en este camino. En el entorno de Jericó, allí donde se remansa el Jordán y se une al Mar Muerto, se sitúa el bautismo de Jesús por Juan. Si seguimos la vida de Jesús, sabemos que se hizo bautizar en solidaridad con los pecadores, no porque él fuera pecador, antes de comenzar su misión. Bautismo no de conversión, pues el punto inicial de partida es que los presentes ya estamos bautizados. ¿Entonces qué? Bautismo de coherencia, de renovación, de inicio, de miradas a nuestra vida: ¿quién no ha vivido en más de una ocasión de forma incoherente con la fe que profesa? ¿Queréis renovar, en madurez y libertad, vuestra humilde decisión de vivir unidos a la persona de Cristo Salvador? ¿Os queréis dejar abrazar –configurar- por la vida, muerte y resurrección de Cristo? El peregrino, en un gesto sincero, se acerca al agua y renueva el bautismo con el que un día nacieron en las aguas bautismales. Aparece el despojo necesario de la vida que no nos gusta, de lo que no nos deja vivir en libertad como cristianos, para recuperar de nuevo la alegría de la fe bautismal. Dos peregrinas ponen en nuestro cuello una crucecita de madera que nadie se volverá a quitar ya hasta el final de la peregrinación.
            Jericó tiene mucho que comentar; a veces nos paramos junto a un sicómoro para recordar a Zaqueo, el hombre que daba culto al dinero y a la corrupción, pero que fue transformado por la mirada, la acogida misericordiosa y el amor de Jesús. También recordamos al ciego del camino, y también la parábola del «buen samaritano», que escuchada poniendo la mirada en los montes de piedra y polvo, entra en el corazón de otra manera. Sin embargo, Jericó no es el punto de llegada, sino que debemos «subir a Jerusalén». Jerusalén es la «ciudad santa». ¡No! Jerusalén es la ciudad «tres veces santa», para judíos, cristianos y musulmanes. Aunque sea por motivos distintos: para los judíos es el lugar donde la Gloria de Dios se ha hecho presente en el Templo, una Gloria que sigue vigente; para los cristianos es el lugar de la muerte, resurrección y ascensión de Jesús; para los musulmanes es la tercera ciudad santa, después de Medina y La Meca.
            En Jerusalén el peregrino, al punto de la mañana, entra en la Basílica de las Naciones, en Getsemaní. No hay nadie porque aún es pronto. La roca donde lloró goterones de sangre el Señor Jesús está ante nosotros: de rodillas, con las manos o la cabeza puestas sobre la roca, cada uno de los presentes recuerda sus momentos de Getsemaní. Sé de historias reales de padres/madres que lloran al hijo muerto en accidente de tráfico o por la droga; de cánceres terminales; de familias rotas en mil pedazos etc. Todos tenemos nuestro «Getsemaní» personal, intransferible. El dolor habita en nosotros, y tenemos que darle un sentido para poder sobrevivir de forma humana. La vida interior no ignora el sufrimiento, pero tampoco  lo pone como explicación de todo.
            El peregrino pasa a la Gruta del Prendimiento, donde Judas besó a Jesús y lo entregó. El discípulo experimenta su fragilidad porque sabe que en momentos de frustración, cuando sus expectativas no coinciden con la realidad, también ve cómo aflora en él la traición ¡incluso justificarla! La vida interior sabe de frustraciones de proyectos, de malos planteamientos que no acaban bien. Judas esperaba otra cosa de Jesús… y no dudó en entregarlo porque pudo más su soberbia sin entrañas que su apertura de corazón.
            Pasamos por la Casa de Caifás (el Galli Cantu). Aquí el peregrino se derrumba. Recordamos a Pedro en Galilea: «Tú eres el Mesías», y también «¿A dónde iremos, si solo tú tienes palabras de vida eterna?». Un poco antes de la Pascua Pedro había dicho «no te abandonaré jamás». Ahora, entre un grupo de siervos que no tienen derecho a sentarse en la casa, que esperan en el patio en torno a un fuego en el que matan su aburrimiento y disimulan el frío, Pedro dice que «no conoce» a «ese hombre». Ni lo conoce, ni siquiera pronuncia su nombre. Es más, ¡se enfada cuando le rodean! Perjura que no sabe quién es. De nuevo la fragilidad del discípulo. Todos nos ponemos en sintonía de debilidad en la fe…. Pero, ¿aún se puede ir más adentro? Sí. En el tercer piso, subterráneo, descendemos a lo que se conoce como la «cárcel de Jesús». Allí pudo pasar una o dos horas, las que necesitó el Sanedrín para convocar una reunión de urgencia por la noche. El sentimiento que aflora es el de «abandono» ¿Acaso Dios Padre abandona a los suyos? ¿Te has sentido abandonado por Dios? El silencio se puede cortar, sin necesidad de un «corte», porque es intenso como el frío y real como la respiración retenida.
            Rezamos el «Via crucis» y revivimos la suerte de Jesús por las calles de Jerusalén. Alcanzamos el Gólgota; estamos de nuevo solos. Besamos el lugar donde fue crucificado en nombre de la religión purista, retorcida y sin entrañas al «Amor Encarnado». En Belén contemplamos al niño débil, en la cruz al hombre crucificado. Ambos son testimonio en carne humana, del amor de Dios. Misterio que nos desborda. Todo se ha cumplido. Todo está acabado.
Silencio.
            El amor ha sido crucificado, pero, ¿ha muerto? ¿La última palabra la tiene la violencia? ¿La crueldad que se ceba con los débiles es la única palabra que podemos decir para explicar nuestro mundo? Aparece con una fuerza desbordante la luz de la Pascua. El peregrino, siguiendo su camino interior, sabe que Dios es «luz», que es «agua fresca», que es «alegría desbordante», pero que sobre todo es PADRE, que da SENTIDO PLENO a cada una de nuestras débiles existencias. Jerusalén, Belén, Galilea… ¡con Jesús!
Pedro Ignacio Fraile Yécora

(Agosto 2016)

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